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Lecciones de Corea del Sur

por: Miguel Ors Villarejo
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Cuando el prestigioso economista de Harvard Dani Rodrik visitó Portugal hace unos años, las autoridades le consultaron si debían invertir en balnearios para jubilados alemanes o apostar por las nuevas tecnologías. “Hagan las dos cosas”, les sugirió Rodrik. “Al final, nunca se sabe lo que va a salir bien”.

Como consejo no parece muy impresionante, pero refleja bien el estado de la cuestión en materia de desarrollo. La aversión al intervencionismo ya no es tan radical como a principios de los 90, cuando Carlos Solchaga sentenció: “La mejor política industrial es la que no existe”. Expertos como Rodrik no se oponen a que los Gobiernos acometan grandes proyectos. Saben que la mayoría no irá a ningún lado, pero lo mismo sucede con las iniciativas privadas. La única diferencia es que estas desaparecen si no son rentables, mientras que las públicas suelen perpetuarse a pesar de las pérdidas. “Lo fundamental”, dice Rodrik, “no es acertar con la industria ganadora, sino retirar el apoyo a las perdedoras”.

Esta sencilla filosofía fue la clave del llamado milagro del río Han. Cuando el general Park Chung-hee asumió el poder en Seúl tras el golpe militar de mayo de 1961, lo hizo pertrechado con todo el arsenal dirigista que hemos aprendido a odiar: planes quinquenales, banca pública, control de cambios, etcétera. “La Administración Kennedy llegó a dudar si no sería un comunista encubierto”, explica un trabajo del Instituto Peterson de Economía Internacional.

Pero a diferencia de los funcionarios de Cuba o de los regímenes soviéticos de Europa central, los surcoreanos siempre fueron muy conscientes de que, en ausencia de competencia, las compañías se relajan y acaban convertidas en voraces sumideros de recursos, así que se impusieron dos reglas: (1) dar prioridad a las firmas exportadoras, para que el inclemente mercado internacional impidiera a sus gestores dormirse en los laureles, y (2) dejar caer, a veces con cruel rapidez, a las que no alcanzaran los objetivos previstos.

El resultado fue espectacular. Aunque el sistema impedía prosperar a quien no se llevara bien con el general, tampoco daba ninguna oportunidad a los ineptos. Así se formaron los chaebol o conglomerados (Samsung, LG, Hyundai, SK) que permitirían a Corea del Sur pasar de una pobreza africana a niveles de bienestar europeos en apenas una generación.

¿Hay que redimir el intervencionismo, entonces? No, pero hay que aborrecerlo por las razones adecuadas. La subordinación excesiva de la economía al Gobierno distorsiona la competencia en favor de los mejor conectados, no de los más eficientes, y espolea la corrupción. El problema no lo resuelve además la llegada de la democracia. Puede incluso agudizarlo, porque los políticos aprueban las leyes de las que depende el éxito de las empresas y las empresas tienen el dinero con el que los políticos ganan las elecciones, y no tardan en organizarse sociedades de socorro mutuo.

Es lo que aparentemente ha sucedido con la defenestrada presidenta Park Geun-hye. La fiscalía la acusa de extorsionar a los chaebol para captar 69 millones de dólares. El procedimiento les sonará: el conglomerado solicitaba una licencia y su tramitación se eternizaba hasta que, coincidiendo con la liberación de fondos para la fundación de una oscura asesora de Park, se desatascaba milagrosamente.

“Necesitamos hacer una gran limpieza”, ha declarado en el New York Times un líder opositor. “Hay que terminar con esta colusión, que es un legado de la dictadura”. Como Rodrik sostiene, sirvió maravillosamente para sacar al país de la miseria de la posguerra, pero ahora amenaza con hundirla en un marasmo de escándalos.

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