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¿Por qué no son más felices los chinos? Miguel Ors Villarejo

por: Miguel Ors Villarejo
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Lo primero que te advierte cualquier economista es que el PIB es una forma muy rudimentaria de medir el bienestar de un país, y la investigación de Richard Easterlin revela que el “crecimiento […] no tiene un impacto significativo” en los niveles de satisfacción de una sociedad. Y pone como ejemplo a China, cuya felicidad no solo no ha remontado desde 1990, sino que “ha caído levemente”, a pesar de que la renta per cápita se ha multiplicado por 25 desde entonces.

¿El dinero no da la felicidad, como asegura mi madre? No se precipiten. El tema parece algo más complejo, porque si echan un vistazo al último Informe Mundial de la Felicidad comprobarán que los países que encabezan la clasificación de 2018 son todos ricos (Finlandia, Noruega, Dinamarca, Islandia, Suiza) y los que la cierran, todos miserables (Yemen, Tanzania, Sudán del Sur, República Centroafricana, Burundi). Y el seguimiento que realizó durante tres años Thomas C. Corley de una muestra de 233 millonarios y 128 pobres corroboró que el 82% de los primeros se sentían dichosos y el 98% de los segundos, desgraciados.

¿Y los chinos, entonces? ¿Están hechos de otra pasta? En absoluto. Lo que pasa es que la prosperidad requiere, como todo, un periodo de adaptación. Una vez que se alcanza ya no se quiere cambiar, pero su adquisición, es decir, el crecimiento en sí es un proceso tumultuoso que inspira sentimientos encontrados, especialmente si llega de la mano de gigantescos movimientos migratorios. “Entre 1990 y 2015”, explica el Informe Mundial de la Felicidad, “la población urbana china se incrementó en 463 millones de personas, de las cuales aproximadamente el 50% [230 millones] procedían del campo”. Para hacernos una idea, en ese periodo los desplazados de todo el planeta sumaron 90 millones: menos de la mitad del éxodo rural chino.

En principio, uno se va del pueblo porque espera mejorar y, en el terreno material, el progreso ha sido indudable: los inmigrantes chinos ganan en la ciudad más del doble. Pero en la escala de satisfacción del Informe Mundial… arrojan un promedio de 2,4 puntos, tres décimas menos que los paisanos que dejaron atrás.

La explicación que dan a esta paradoja los investigadores John Knigth y Romani Gunatilaka es que, aunque sus ingresos han crecido, sus aspiraciones lo han hecho aún más. Lo que los inmigrantes han logrado es seguramente más de lo que nunca soñaron, pero les sabe a poco porque su grupo de referencia ya no son los antiguos aldeanos. Ahora se comparan con los pudientes pekineses, y se sienten pobres.

Somos animales jerárquicos y los ingresos no son solo un medio para comprar objetos. Son un indicador de estatus, algo que a los humanos nos encanta. Nos da la vida, literalmente: John Layard explica que “los individuos que ocupan los escaños superiores [de una organización] viven cuatro años y medio más” que sus subordinados.

Es esa posición relativa en la escala social la que determina nuestra alegría y la inmigración supone generalmente una degradación, porque pasas de moverte entre iguales a ser el último mono. Por ello, mientras no se estabilice el trasvase del campo a la capital, millones de chinos seguirán considerándose insatisfechos, por más que su renta per cápita se haya multiplicado por 25. (Foto: Laurin Schneider, Flickr)

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