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Érase una vez… Juan José Heras

por: Juan José Heras
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Érase una vez un gran líder chino que decidió cargar sobre sus espaldas la titánica tarea de convertir a su país en una potencia mundial. Para ello, les pidió a sus conciudadanos confianza plena en sus decisiones, que implicaban sacrificios como la aceptación de un mayor control sobre internet, sus viajes, sus compras, sus empresas y en general, sus propias vidas. Pero es que él, y solo el, sabía lo que realmente era bueno para ellos.

Sus súbditos, unos más convencidos que otros, obedecieron, ya que para ellos era más importante mejorar su condiciones de vida que estrenar unas libertades desconocidas y que, según decían algunos, podrían sumir en el caos a un país habituado a la tutela de sus gobernantes.

Entonces, el gran líder habló con los pequeños líderes de los países vecinos para explicarles cómo debían gestionar algunos asuntos que en el pasado habían enfrentado a sus pueblos. Les “convenció” de que lo mejor era que China se encargase de controlar los mares adyacentes y las cadenas de islas cercanas, ya que todo eso había pertenecido desde siempre a su país. Además, les prometió carreteras, puentes y centrales energéticas para desarrollar sus países y poder así comprar los productos chinos. Por último les mostró que ese amigo lejano (EE.UU.), que en otro tiempo les había prometido protección, ya no era de fiar, y que no vendría en su auxilio si, por cualquier motivo incomprensible para la razón humana, desafiaban la autoridad del emperador.

Para “ayudar” a los pueblos bárbaros más alejados del imperio, China puso en marcha la iniciativa de la “nueva ruta de la seda” con la que pretendía conectar Europa y Asia comercialmente. Prestó mucho dinero a estos países a cambio de que lo utilizasen en contratar a las empresas del emperador para construir autopistas, puentes, líneas ferroviarias, centrales energéticas y polos industriales. Pero la mayoría de ellos no pudieron hacer frente a sus préstamos y el imperio tuvo que asumir su tutela política y económica para impulsar el desarrollo en el continente.

Mucho más lejos de la civilización se encontraban los europeos, que en un pasado reciente habían tenido la fortuna de descubrir magias de guerra muy poderosas que les permitieron humillar al Imperio del Medio durante 100 años. El nuevo emperador sabía que todavía  necesitaba hacerse con esa magia para volver a ser el único interlocutor reconocido bajo el cielo. Por eso elaboró un plan para atraer a China a los hechiceros europeos. Primero les ofreció la posibilidad de utilizar la abundante mano de obra barata del imperio para fabricar sus hechizos más baratos. Posteriormente, cuando los súbditos chinos tuvieron dinero para comprarlos, el emperador ofreció a los magos extranjeros acceso a su mercado interno a cambio de la fórmula secreta de algunos de ellos. Pero los europeos todavía guardaron para ellos la magia más vanguardista y poderosa.

Durante décadas, el astuto emperador aguardó agazapado bajo eternas promesas de liberalización del mercado y avances en el respeto de los derechos humanos, dando la impresión de que su imperio se desarrollaría de acuerdo al modelo occidental. Hasta que un día, los frágiles sistemas de gobierno democrático de estos pueblos bárbaros comenzaron a resquebrajarse con independentismos, corrupción no planificada y la reivindicación de libertades utópicas envenenadas por la ignorancia que florece en las sociedades acomodadas. Entonces el emperador, aprovechando las sucesivas crisis económicas que asolaron el viejo continente, consiguió hacerse con esa magia puntera que hasta ese momento marcaba la diferencia entre ellos.

Con el paso del tiempo China fue acumulando influencia política gracias a su capacidad económica, consiguió mejorar la mejor de las magias europeas y multiplicó su potencial bélico, que, construido durante varias décadas, se convirtió en su mejor garantía ante el incumplimiento de las viejas promesas, que ya solo respetaría para aquellos países que demostrasen su condición de buenos vasallos.

Hasta aquí la historia de cómo China recuperó en el siglo XXI el lugar que le correspondía, esto es, el centro del mundo. Y al igual que en su momento parecía imposible que EE.UU. perdiera su hegemonía mundial, ahora es impensable que se derrumbe el imperio asiático.

Sin embargo, en todos los imperios (y en todas las empresas), los peores enemigos están dentro. Y quien sabe si las nuevas generaciones, que ya no tengan necesidad de mejorar sus condiciones de vida, comenzarán a exigir libertades y derechos que, llevados al extremo resucitarán los fantasmas del independentismo, la corrupción no planificada, y la desafección hacia las clases políticas que, en otro tiempo provocaron la caída de la vieja Europa. Eso sí, en este caso, todo será con “características chinas”.

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