Veinte años de la crisis asiática (y 3). El efecto mariposa. Miguel Ors Villarejo

El Museo Siam de Bangkok ha dedicado este año una exposición al aniversario de la crisis asiática. Aparte de fotografías y gráficos con la cotización del baht, el visitante podía contemplar “objetos que condensan el sufrimiento de los ciudadanos corrientes”, cuenta la agencia AP: “la estatua del Buda a la que un hombre de negocios confesó lo que no se atrevía a decir a su familia: que se había arruinado. O el teléfono por el que una mujer se enteró de que su jefe se había quitado la vida”. Algunos estudios cifran en 10.400 los suicidios adicionales que se produjeron en 1998 solo en Japón, Corea del Sur y Hong Kong.

La muestra se subtituló “Lecciones (no) aprendidas” y a The Economist le parece con razón “injusto”, porque las víctimas de la catástrofe se saben hoy muchas cosas “de memoria”. “Con la excepción de Hong Kong”, dice la revista, “no confían en una paridad fija con el dólar para controlar la inflación”. También son mucho más sensibles a los desequilibrios exteriores. “Tailandia arroja hoy un superávit del 11% en su balanza por cuenta corriente”.

Los tigres no son los únicos que han extraído enseñanzas. El FMI también se vio obligado a revisar su manual de primeros auxilios. Sus remedios nunca han sido muy populares, pero en 1997 imponía unas condiciones tan draconianas para acceder a sus préstamos contingentes, que Malasia rompió las negociaciones y decidió salir por libre del atolladero. En abierto desafío con el catecismo liberal vigente, impuso controles de capitales, aumentó el gasto público y rescató empresas y bancos. “El establishment académico auguró el colapso inevitable de la economía malaya”, recuerda Martin Khor, director del think tank South Centre. “Pero sorprendentemente se repuso incluso más deprisa y con menos pérdidas que otros países. Hoy las medidas [de Kuala Lumpur] se consideran una eficaz estrategia anticrisis”. Tuvimos ocasión de apreciarlo en 2007 y 2008, cuando Estados Unidos no dudó en nacionalizar su industria del motor y el G20 auspició un plan de estímulo para relanzar la actividad mundial.

Al final y a pesar de los anuncios apocalípticos de la izquierda, el capitalismo sobreviviría a aquel verano de 1997. “Los tigres se recuperaron antes de lo previsto”, reconoce el presidente del Banco de Desarrollo Asiático, Takehiko Nakao, y una vez saneados han retomado un vigoroso crecimiento.

Pero sería una ingenuidad incurrir en un optimismo de signo opuesto. En el azul firmamento capitalista los horizontes nunca están del todo despejados. Primero, porque la flotación de la moneda no es un remedio infalible. Todos (en Asia, en Europa o en América) estamos supeditados a las decisiones de la Reserva Federal. Cada vez que sube o baja tipos, altera la rentabilidad relativa de los activos y ocasiona movimientos de capitales que pueden hacer mucho daño.

Y segundo, porque se engaña quien crea que las crisis son consecuencia de la ineptitud (o la venalidad) de los responsables políticos y económicos, y que otros más perspicaces (u honestos) podrán evitarlas en el futuro. La seguridad absoluta no existe. El matemático John Allen Paulos relata el experimento de tres investigadores que emularon un negocio de elaboración y venta de cerveza, “con fábricas, mayoristas y minoristas, todo de pega. Introdujeron regulaciones verosímiles sobre pedidos, plazos y existencias, y pidieron a directivos, empleados y otras personas que […] jugaran como si todo fuera serio”. No tardaron en detectar “variaciones imprevistas”, “graves retrasos en el cumplimiento de los pedidos” y “una sensibilidad extrema a cualquier pequeño cambio”.

Es lo que predice la teoría del caos. En todo sistema dinámico (como la bolsa o la atmósfera) una alteración minúscula en las condiciones de partida puede dar lugar a escenarios diametralmente opuestos. “El lector de prensa”, aconseja Paulos, “debería ser muy cauto ante […] las crónicas que señalan causas únicas” para situaciones complejas, como las recesiones, porque están sujetas a fuerzas que las hacen “poco predecibles”. El aleteo de una mariposa en China puede determinar que, meses después, en Florida reine la calma o ruja un huracán. Y el hasta entonces irrelevante déficit exterior de un país del Lejano Oriente puede desatar el pánico en las finanzas planetarias.

¿Está China lista para relevar a Estados Unidos? Miguel Ors Villarejo

Cuando arrancó el actual milenio, el PIB chino apenas suponía un 12% del estadounidense. Hoy es el primero del planeta. En tres lustros escasos ha acabado con siglo y medio de supremacía americana. Esta fulgurante expansión, que prosigue a tasas cercanas al 7%, ha ido acompañada por sendos incrementos del gasto militar y de la autoestima, y han animado a Pekín a reclamar la soberanía de prácticamente cualquier islote en disputa del Pacífico.

Por su parte, India crece aún más deprisa que China y, si a estos dos colosos se les suma Japón, es difícil no concluir que la Tierra bascula hacia el este. “El secular dominio occidental del mundo de los negocios toca a su fin”, escribe Gideon Rachman en Easternization: Asia’s Rise and America’s Decline from Obama to Trump and Beyond.

Este relevo no sería solo producto de la pujanza oriental, sino de nuestro declive. Mientras Europa lidia con el brexit y los populismos, las rencillas internas paralizan la OTAN y Estados Unidos sigue embarrancado en las interminables campañas de Irak y Afganistán. Tampoco es de gran ayuda la reluctancia occidental a invertir en armas. Rachman observa que incluso una potencia bélica como Reino Unido ha recortado tanto su presupuesto de defensa que todo su ejército cabe ahora en el estadio de Wembley, y aún sobran 16.000 asientos.

La acción combinada de estas tendencias alumbra un escenario poco halagüeño para Occidente y, aunque en la reseña que dedica Jessica Mathews al libro de Rachman en la New York Review of Books admite que su exposición de los hechos es impecable, cuestiona que vaya a traducirse “en una mayor influencia de las naciones asiáticas”.

Para empezar, el Este no forma un bloque homogéneo, ni siquiera bien avenido. “No hay un Oriente comparable a Occidente”, argumenta Mathews. “Aunque la región ha avanzado en la integración comercial, sigue dividida por los conflictos, el recuerdo de viejos agravios y profundas brechas culturales”. La nómina de aliados de Pekín no es muy impresionante. Se reduce, básicamente, a Pakistán y Corea del Norte, y supone “una carga más que un alivio”

Washington cuenta, por el contrario, con el firme respaldo de Japón y Corea del Sur y, desde la presidencia de George W. Bush, ha sabido ganarse a la India. Ahora es Estados Unidos, y no Rusia, el principal proveedor de armas de Nueva Delhi.

La propia China tiene suficientes problemas en casa como para pensárselo antes de salir a buscar más fuera. La legitimidad del Partido Comunista es precaria y, aunque lograra mantener los ritmos de crecimiento del pasado, deberá hacer frente a una grave crisis demográfica cuando en los próximos años empiece a jubilarse una generación “que dispondrá para mantenerse de un hijo y una inadecuada red de seguridad social”.

Finalmente, la occidentalización no ha sido producto únicamente de la presión militar y económica. Decenas de millones de personas de todo el planeta aspiran a formar parte de un sistema político que promueve los derechos humanos, el imperio de la ley, la educación y el progreso tecnológico, y que ha levantado un entramado institucional que, con todos sus defectos, permite que Ecuador gane pleitos en la OMC o que le saquen los colores a Estados Unidos en el Consejo de Seguridad.

¿Por qué bando se decantaría toda esta gente en el caso de que tuviera que optar entre Pekín y Washington? Cada cual hará lo que le dejen llegado el momento, por supuesto, pero si el sentido de circulación de los capitales sirve para anticipar qué modelo inspira más confianza, Mathews observa que “los millonarios rusos y chinos pugnan por colocar su dinero en activos estadounidenses y pisos de Miami y Londres”.

La fatal arrogancia

Vivir es encontrarse náufrago entre las cosas, pero en Occidente aún abrigamos la esperanza de que un día arribaremos a una playa paradisíaca donde todos nuestros anhelos serán colmados. Este optimismo hunde sus raíces en Platón y alcanzó su cénit durante la Ilustración. Para el marqués de Condorcet, los problemas políticos no eran esencialmente distintos de los físicos o los matemáticos, en los que la respuesta correcta a cada cuestión es una y solo una. Como la mayoría de los philosophes, no veía motivos para que la humanidad no pudiera avanzar hacia la sociedad ideal guiada por expertos en la ciencia del hombre, igual que expertos en la ciencia de los astros como Newton nos habían introducido en la sala de máquinas del universo.

Condorcet saludó la caída de los Borbones como el alba de una era de “verdad, felicidad y virtud”, que consideraba ligadas por “una cadena irrompible”. Pero la única cadena irrompible que tuvo ocasión de conocer fue la que le echaron en la prisión de Bourg-la-Reine (entonces Bourg-Égalité), donde murió devorado por la revolución que tanto había contribuido a alumbrar.

El propio John Maynard Keynes aún especulaba en 1930 con la posibilidad de que “el problema económico” quedara definitivamente zanjado en un siglo. En plena Gran Depresión y ante el atónito auditorio de la madrileña Residencia de Estudiantes, defendió que los economistas eran meros técnicos, no celebridades, y expresó su deseo de que algún día recibieran el tratamiento de “gente modesta y competente, al mismo nivel que los dentistas”. Con la discreción y pericia con que estos nos colocaban una prótesis cuando perdíamos una muela, los economistas sustituirían las piezas que se le fueran cayendo a nuestro aparato productivo.

Las profecías de Keynes no sentaron bien en cierto sector de la prensa española, que esperaba por lo visto una disertación más erudita. El Debate apuntaba al día siguiente: “Nos permitimos dirigir a los organizadores de conferencias de extranjeros que adviertan a estos de que para charlas líricas ya tenemos en España muy adecuados oradores”. Era un comentario paleto e injusto, aunque no del todo improcedente, porque denunciaba esa arrogancia intelectual que tanto sorprende fuera de nuestra cultura. “Los chinos no creen en remedios permanentes”, explica Henry Kissinger. “Para Pekín, cualquier solución es el billete de entrada a un nuevo problema”. Puede haber avances, pero provisionales, en el corto plazo.

La historia de la economía está llena de ejemplos que confirman esta convicción. El dinero, por ejemplo, facilita la división del trabajo y la especialización, y ha hecho posibles nuestros actuales niveles de bienestar. Es inimaginable una sociedad moderna sin medios de pago fiduciarios. Sin embargo, su manejo inaugura una gama inédita de desafíos. Si la emisión es excesiva, se generan inflaciones de activos, como burbujas inmobiliarias o bursátiles; y si es insuficiente, puede ocasionar deflaciones todavía más destructivas. Fue lo que pasó en 1929, cuando la Reserva Federal reaccionó al pánico de Wall Street con una política brutalmente contractiva, en parte para mantener la paridad con el oro y, en parte, para purificar el sistema financiero mediante la “liquidación” de los bancos “débiles”. Era una medicina rigurosa y temeraria que se tradujo en el colapso de los precios, el crédito y la actividad que hoy conocemos como Gran Depresión.

Milton Friedman y Anna Schwartz documentaron el proceso en su monumental Historia monetaria de los Estados Unidos y, en noviembre de 2002, con motivo del 90 aniversario del primero, Ben Bernanke les rindió homenaje. “Quiero decirles a Milton y Anna: gracias”, proclamó. “Lo sentimos mucho, pero gracias a ustedes no se volverá a repetir”.

Se equivocó, como hoy sabemos. Seis años después, Lehman Brothers se hundía arrastrándonos a la Gran Recesión.

“La economía como disciplina académica nunca se completará”, observa Andreu Mas-Colell. “No lo llegaremos a saber todo porque el todo cambia con la propia evolución”.

La playa paradisíaca con la que soñamos en Occidente no existe. Deberíamos hacer caso a los chinos.