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…y al tercer siglo resucitó. Miguel Ors

Eran las siete de la mañana y hacía un frío respetable. El encargado de Highgate, bostezando sin parar y frotándose las manos para entrar en calor, se dirigió hacia el este del cementerio. No tardó en divisar junto a uno de los paseos principales la silueta del busto con la famosa frase: “Proletarios del mundo entero, uníos”. Pronto se cumpliría el segundo centenario del nacimiento del filósofo y el aumento de peregrinaciones había obligado a redoblar las labores de limpieza y mantenimiento. Incluso desde la distancia a la que se encontraba se podía apreciar una inusual cantidad de ramos de flores.

Pero no era la única anomalía. A medida que se acercaba no podía dar crédito a sus ojos. ¡Habían forzado el sepulcro!

Su hipótesis inicial fue un acto de vandalismo, pero no había rastro alguno de violencia. Al contrario. La tapa del féretro estaba cuidadosamente colocada a un lado, como si alguien la hubiera levantado con esmero.

El encargado se hincó de rodillas, dudó unos instantes. Después se incorporó y echó a correr como un poseso, a la vez que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado!

* * * * *

Cuando al profesor Cowen le anunciaron que en la sala de visitas de la facultad lo esperaba un hombre corpulento, barbudo, con una espesa melena y “de una suciedad intolerable”, no tuvo ninguna duda de quién era. Estaba de un humor excelente. “Francamente”, dijo, “el proletariado ha prosperado bastante. No hay analfabetismo ni hambre, la seguridad es inmejorable, los supermercados y los grandes almacenes están llenos de artículos… ¿Cuándo tuvo lugar la revolución socialista en Inglaterra?”

“Nunca”, le sacó de su error Cowen. “Inglaterra ha sido siempre una democracia liberal”.

La expresión del barbudo se congeló. Rebulló en su silla, un movimiento que Cowen no supo si atribuir a la incomodidad intelectual o a uno de los forúnculos que en los últimos años le habían surgido al filósofo por todo el cuerpo (incluidos los glúteos) y habían convertido en un suplicio la redacción de su obra final. “Voy a dar a la burguesía motivos para acordarse de mis forúnculos”, escribió amenazador en una de sus cartas.

“El primer país donde sus ideas triunfaron”, prosiguió Cohen, “fue Rusia”.

El barbudo sonrió.

“Lo sabía”, dijo. “Ya en su momento comenté que en ningún otro lado he tenido un éxito más encantador. ¿Y qué tal les ha ido?”

“Bueno”, se excusó Cohen, “abandonaron el comunismo hace tres décadas”.

“¿No queda nada de mi legado?”, tronó el barbudo volcando agresivamente su humanidad sobre Cowen. Era otro rasgo en el que todos los biógrafos coincidían: los estallidos de ira.

“Cuba, Vietnam, Laos, Corea del Norte, China”, enumeró rápidamente Cowen mientras se encogía en su asiento.

“Todos grandes potencias, espero”.

“No exactamente”, dijo Cowen cubriéndose la cabeza con los brazos a la espera de un golpe. “¡Bueno”, rectificó, “China sí, China sí!”

El barbudo pareció serenarse. Se estiró la levita, recuperó la compostura.

“Y en cierto modo, la evolución de China avala sus tesis”, prosiguió Cowen.

El barbudo sonrió. “Adelante”, dijo, “le escucho”.

“Usted siempre sostuvo que las sociedades pasaban por diferentes fases y que el capitalismo debía triunfar para que la sociedad sin clases pudiera instaurarse. Mao creyó, sin embargo, que podía enmendarle la plana. Decidió saltar directamente del feudalismo agrario al comunismo y el atajo no funcionó. Cuando en 1978 murió, China era una de las sociedades más miserables del planeta. Pero sus herederos recuperaron el enfoque ortodoxo e introdujeron una serie de reformas que han convertido el país en una potencia manufacturera. Ahora queda por ver si el régimen se decanta por la democracia liberal o por la dictadura del proletariado. En mi opinión, no está nada claro. China aún no ha refutado a Marx”.

Cowen había soltado la parrafada de un tirón, sin apenas respirar, con la cabeza gacha, encogida entre los hombros. Permaneció unos segundos inmóvil y luego levantó lentamente la mirada. Su interlocutor se mesaba la barba con la vista perdida en una esquina de la habitación.

* * * * * *

Al encargado de Highgate le costó convencer a su supervisor, que solo se avino a acompañarlo después de un rato largo argumentando y jurando (sobre todo jurando).

Al llegar al sepulcro todo estaba, sin embargo, en orden. Un pequeño grupo de hombres de cierta edad formaban un respetuoso semicírculo en torno el busto y, cuando el encargado les increpó por haber devuelto la lápida a su sitio, lo miraron como si fuera un lunático.

Dentro de la tumba, el barbudo acababa de coger la postura para pasar otro siglo y medio más. Una expresión serena iluminaba su rostro. “Todavía no está dicha la última palabra”, fue su último pensamiento.

Y desgraciadamente tenía razón. (Foto: Maya Collins, Flickr)

La hora de Francia

Superadas las celebraciones y apurados los primeros tragos amargos por sombras de corruptelas que han obligado a Enmanuel Macron a realizar ya varios ajustes de Gobierno, llega la hora de la verdad, la hora de tomar decisiones importantes y reveladoras de intenciones más allá de los discursos electorales.

Es verdad que el presidente Macron no lo tiene tan fácil como parece. Llegado en una ola de popularidad y apoyo, está sustentado por un partido organizado apresuradamente sobre los resentimientos, los fracasos y las derrotas de las otras formaciones. Esto obliga al presidente y a su Gobierno a decisiones cuidadosamente equilibradas y alejadas de posiciones ideológicas fácilmente etiquetables.

Así, y en la mejor traición francesa, Macron ha tomado decisiones urgentes que estaban pendientes y que apuntan al mantenimiento de criterios proteccionistas respecto a empresas francesas en crisis; por ejemplo, varios astilleros, y ninguna señal de querer la liberalización de un sistema que está fuertemente intervenido en muchos sectores. Una cosa son los discursos críticos con el presidente Trump y otra es poner en marcha medidas que demuestren que está dispuesto a diferenciarse en la práctica.

Sin embargo, hay un vector que empuja a Macron a no ser demasiado proteccionista y nacionalista, y es que la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea le obliga a volver a estrechar los lazos de Francia con Alemania y este país, que no es un campeón del liberalismo pero si temeroso de la excesiva intervención del Estado, va a poner límites a la política francesa.

En todo caso, es Francia y no Alemania el país con más actividad en la política exterior europea, y aspira a ocupar los espacios que pueda en Asia Pacífico. La concepción francesa de su propio papel, el aroma de grandeur, sus propósitos de fortalecer su industria y su presencia militar, la necesidad de proteger a sectores económicos que temen competir con productos asiáticos y sus deseos de volver a los escenarios de Oriente Medio van a marcar cierta política en nombre de Europa que no debemos perder de vista.

Proteccionismo sin fronteras: el oxímoron de Trump

A tenor de los últimos acontecimientos políticos, económicos y militares parecería que se van a producir cambios significativos en el orden mundial. Sin embargo, es frecuente que estas expectativas se queden en modificaciones mediáticas orientadas a legitimar el ascenso de nuevos gobernantes que, posteriormente, recuperan buena parte de las políticas anteriores ante la constatación de una tozuda realidad exterior y las presiones internas.

Este podría ser el caso de D. Trump, cuyas primeras decisiones deberían interpretarse como una suerte de ingenuidad ante el orden internacional establecido y la necesidad de corresponder a las expectativas de sus votantes.  Por ello, es de esperar que tras un primer golpe de mano nacionalista, necesario para conciliar sus acciones con su retórica, se retomen muchas de las iniciativas que ahora se están abandonando.

Aunque no hay que olvidar que el resurgimiento de este populismo, abanderado del discurso proteccionista y aislacionista como remedio para todos los males, tienen en su origen a una China que no juega conforme a las reglas establecidas, defraudando la confianza internacional otorgada en 2001 mediante su entrada en la OMC. La aplicación de unos estándares laborales y medioambientales mucho menos exigentes que los occidentales, la falta de reciprocidad para garantizar las inversiones extranjeras en el país asiático, o el respaldo de las autoridades chinas a las grandes empresas del país, han constituido una competencia desleal con sus contrapartes americanos y europeos. Aunque esto es solo una parte de la historia, porque no hay que olvidar que las empresas estadounidenses se han servido de esta laxitud en los estándares chinos para deslocalizar su producción, aumentando así sus beneficios y su competitividad.

En cualquier caso, pese al empleo de métodos poco ortodoxos desde nuestro prisma occidental, China ha logrado un rápido ascenso económico, una mayor influencia política internacional y una creciente asertividad militar que la han convertido en el enemigo perfecto para el discurso nacionalista de D. Trump, responsabilizándola de la pérdida de puestos de trabajo y capacidad industrial en el país norteamericano.

Sin embargo, ni China es el enemigo a batir, ni el nacionalismo el camino para salvar la hegemonía occidental. Más bien al contrario, puesto que esta estrategia solo propicia que el gigante asiático utilice su musculo financiero y su creciente influencia política para promover la creación de organismos multilaterales en los que, de inicio ya tiene la cuota de representación que se le niega sistemáticamente en las instituciones globales existentes. A la vista de este fenómeno, habría que replantearse si no sería más inteligente otorgarle ese “aumento” de protagonismo dentro de los organismos establecidos para favorecer su integración en los mismos y poder seguir jugando “en casa” y con “nuestras reglas”.

Que el nacionalismo no es el camino a seguir en un mundo global e interdependiente parece bastante obvio desde un punto de vista analítico y reflexivo, aunque es innegable que funciona como herramienta electoral ya que permite simplificar los problemas y proyectarlos en un enemigo común que encarne los males que afligen a los ciudadanos.

La gran paradoja que encontramos en la coyuntura actual es que EEUU y China parecen más complementarios que nunca, y bien podría parecer que están buscando intercambiar sus papeles en el mundo. Mientras que el primero aboga por el proteccionismo, la reducción de su protagonismo internacional y militar, y la ruptura de su compromiso medioambiental, el segundo, defiende el libre comercio “con características chinas”, busca mayor presencia internacional a nivel político y militar, y ha formalizado por primera vez su compromiso para luchar contra el cambio climático.

En este sentido, debemos enfrentar el oxímoron que supone que EEUU trate de recuperar su industria en un momento en el que China pretende justo lo contrario, deslocalizar su producción a los países del sudeste asiático para avanzar en la cadena de valor hacia un modelo de corte occidental, basado en el sector servicios y el consumo interno.

Pero, al contrario que EEUU, Pekín si parece ser consciente que este “ascenso” en el sistema productivo tiene su talón de Aquiles en la pérdida de puestos de trabajo. Por ello, han puesto en marcha una serie de reformas que, entre otras cosas, reduzcan el impacto negativo del desempleo, evitando así una potencial crisis social. En cambio, Trump promulga consignas que evocan mejores tiempos pasados pero que en la realidad implican dar un paso atrás que, en el mejor de los casos, solo servirá para coger impulso y dar luego dos hacia delante.

Tampoco parece razonable que pueda sostenerse en el tiempo una política comercial aislacionista en un mundo global e interdependiente donde la tendencia clara es justo la contraria. Así, la salida del TPP recientemente firmada por Trump profundizará en la perdida de liderazgo e influencia que EEUU está sufriendo en Asía Pacífico, donde la mayoría de los países de la región ya se han alineado con China. Además, Pekín aprovechará la ocasión para impulsar su acuerdo de integración comercial (RCEP) ante la necesidad que existe en la zona de mejorar este tipo de intercambios. En este mismo sentido, la anunciada reducción de su presencia militar en la región permitiría a Pekín reforzar su influencia y control sobre sus vecinos, así como mantener la actual asertividad en sus reclamaciones del mar Meridional y del Este de China.

Por tanto, China no es el enemigo a batir, sino la resistencia al cambio del pueblo estadounidense, que se muestra reticente a explorar el nuevo eslabón dentro de la cadena de valor global, y que bien podría fundamentarse en maximizar la innovación y el talento para esgrimirlos como mecanismo de competencia que aumente la brecha tecnológica entre oriente y occidente. Y si se quiere aderezar con una pequeña dosis de proteccionismo con “características estadounidenses”, este debería ser selectivo en la búsqueda de reciprocidad.

Este aparente paso atrás de Donald Trump, que permitirá a Pekin dar dos pasos hacia delante, tendrá sus mayores detractores entre los grupos de poder empresarial y armamentístico estadounidenses, responsables de la deslocalización industrial y principales suministradores del ejercito, y que son especialmente influyentes en el partido republicano.

Por tanto, desde una óptica global, no tiene sentido que EEUU mantenga una política a medio y largo plazo basada en el proteccionismo y la rebaja de la presencia internacional, y es de esperar que, una vez agotado el efecto placebo del nacionalismo, se recuperen tanto los acuerdos de libre comercio que ahora se están rechazando, como la iniciativa para mantener su influencia global, especialmente en Asia Pacífico, que se intuye como la zona de mayor proyección socioeconómica a nivel mundial.