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Mi querido dictador. Por Miguel Ors.

por: Miguel Ors Villarejo
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Escipión el Africano acabó sus días exiliado en la aldea de Liternum. El general que liberó Roma de Aníbal y frenó en seco la expansión seléucida en Asia estaba harto del acoso a que lo sometieron sus rivales y pidió que enterraran su cuerpo lejos de tan “ingrata patria”. ¿Cómo pudo Roma tratar con semejante mezquindad a su salvador?

En realidad, la inmensa mayoría de sus conciudadanos lo adoraban, y ese fue el problema. Muchos senadores temían que aprovechara su popularidad para socavar las instituciones republicanas, una idea que a Escipión no debía de desagradarle. De hecho, cuando se le acusó de aceptar sobornos tras la batalla de Magnesia, no solo se negó a rendir cuentas, sino que aprovechó el aniversario de su victoria en Zama para convocar a una multitud, lanzarla sobre el Capitolio y paralizar la denuncia. Después se retiró a Liternum.

Aunque en ningún lado consta que Escipión intentara coronarse rey, el recelo de los senadores no carecía de fundamento, como posteriormente demostraría Julio César. Hoy vinculamos la amenaza del golpismo a la oligarquía conservadora, pero los líderes providenciales llegan a menudo, como Escipión, impulsados por los vientos del pueblo. En la España del XIX, “la mayoría [de los pronunciamientos] fueron de tendencia liberal”, escribe el historiador Eduardo Montagut. Y eso no los mejora. Al contrario.

El escritor James Fenton ha publicado en la New York Review of Books dos artículos memorables (aquí y aquí) sobre Rodrigo Duterte. En esta era de grandes demagogos, el presidente filipino brilla con luz propia. A su lado, Le Pen y Trump parecen maestros de escuela. Duterte llama “hijo de puta” al papa y manda “al infierno” a las organizaciones humanitarias. Incluso llegó a quejarse de no haber participado en la violación de una “atractiva” monja y, cuando le afearon el comentario, replicó: “Así es como hablan los hombres, no soy un hijo de las clases privilegiadas”. Este argumento populista fue recogido por sus seguidores, que pasaron rápidamente a la ofensiva: “¿Cómo puede nadie indignarse por un chiste de violadores cuando los políticos llevan años violando la patria?”

Duterte desembarcó en el palacio de Malacañán desde el ayuntamiento de Davao, donde se había ganado los sobrenombres de “El Castigador” y “Harry Duterte” por su represión de la delincuencia. Cuando hace dos décadas asumió la alcaldía, Davao era uno de los sitios menos aconsejables de Filipinas. En 2015 un sondeo la declaró la cuarta ciudad más segura del mundo, detrás de Seúl, Singapur y Osaka.

Aunque posteriormente se ha cuestionado la metodología de este estudio, Davao ha reducido claramente su tasa de homicidios y la razón es igualmente clara: se llama ejecuciones extrajudiciales. Si durante los nueve años que Ferdinand Marcos mantuvo la ley marcial (1972 a 1981) fueron asesinadas 3.000 personas, Duterte ha duplicado esa marca en sus primeros seis meses. Y la diferencia no es meramente cuantitativa. Dentro de su demencia, Marcos procuraba guardar las apariencias. No ordenó a un esbirro que matara a Benigno Aquino. Como explica Fenton, se tomó la molestia de contratar a un sicario anónimo, que fue convenientemente abatido en la escena del crimen antes de que pudiera hablar. Y cuando la autopsia “contradijo la versión oficial, se buscó y localizó una autopsia alternativa. En el entorno de Marcos había cierta idea del aspecto que debían ofrecer las cosas respetables, aunque nunca se alcanzara esa respetabilidad”, y se rodeó de un complejo aparato policial para perpetrar discretamente sus fechorías.

Duterte ni lo intenta. Filipinas es a todos los efectos una democracia. “Se puede hablar con libertad y la prensa es muy crítica”, sigue Fenton. También “hay una oposición”, pero no es demasiado efectiva y “las preguntas que a uno se le ocurren (recordando las fuerzas que se aliaron para derrocar a Marcos en 1986) es ¿dónde está la Iglesia? ¿Dónde está la izquierda? La respuesta es que […] no ha llegado el momento de movilizarse”. Como Escipión, Duterte ampara su impunidad tras el más impenetrable de los escudos: su enorme popularidad. Casi el 90% de los filipinos creen que, desde que llegó al poder, han mejorado los problemas de droga en su barrio.

“No mata a gente inocente”, sostiene uno de sus votantes en Time. Esto no es del todo cierto. “Un estudiante”, relata Fenton, “fue abatido el otro día en Manila por el típico equipo de dos hombres en una moto. Cuando el tirador se volvía a montar en la moto, se le oyó decir: ‘No era él”.

Pero da igual. El amor es ciego, y eso hace que los políticos más populares sean también los más proclives a los excesos, como bien sabían los romanos.

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