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¿Tiene derecho Trump a borrar del mapa a Corea del Norte? Miguel Ors Villarejo

por: Miguel Ors Villarejo
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“Dios ha conferido a los gobernantes plena libertad para que empleen todos los medios disponibles (incluida la guerra) en la erradicación del mal”, asegura el pastor Robert Jeffress y, en consecuencia, Donald Trump puede proceder a “eliminar a Kim Yong Un”. Jeffress invoca Romanos 13, un pasaje del Nuevo Testamento en el que san Pablo insta a los discípulos de Jesús a someterse a las autoridades terrenales, porque “han sido establecidas” por el Padre y “quienes se resisten acarrean la condenación sobre ellos”.

El problema es que en el capítulo anterior el Evangelio exhorta a bendecir a “los que os persiguen” y a no pagar “a nadie mal por mal”. ¿Qué instrucción prevalece? El sacerdote episcopaliano Steven Paulikas lo tiene claro: la segunda. “Pablo está diciendo a los cristianos que obedezcan a las jerarquías romanas en asuntos como la fiscalidad”, escribe. Y añade tajante que “ninguna escritura cristiana” avala que se amenace con “la muerte y la destrucción a gran escala”.

Personalmente, simpatizo más con la posición de Paulikas. Incluso suponiendo que Kim Yong Un fuera la encarnación del demonio, la derrota del mal no comporta necesariamente el triunfo del bien, como atestiguan las decenas de atrocidades que la humanidad ha perpetrado en el nombre de los más elevados ideales (religiosos y laicos). Pero, por otro lado, ¿qué respuesta cabe dar a quien te amenaza con la muerte y la destrucción a gran escala?

El regazo de Jesús es tan amplio y acogedor, que en un lado cabe Jeffress, en el otro Paulikas, y no se estorban. Hay quien oscila de un extremo a otro sin solución de continuidad. George Zabelka, el capellán que bendijo a la tripulación que vitrificó Nagasaki (usando, irónicamente, la catedral católica de Urakami como referencia), acabó sus días como un apóstol de la no violencia, y con buenos motivos. “Recuerdo”, declaró en una entrevista de 1980, “a un joven implicado en los bombardeos de Japón. Yacía en un hospital al borde del colapso nervioso. Me explicó que había participado en una misión a baja altura y que, mientras sobrevolaba la ciudad, apareció en medio de la calle un niño, mirando al avión con su asombro infantil”. El hombre supo demasiado tarde que aquel chiquillo “iba a morir calcinado por el napalm que acababa de arrojar”.

Para Zabelka cualquier cosa es preferible al infierno de aquel remordimiento y por eso abogó por un pacifismo radical, pero no estoy seguro de que ese sea el mensaje que debamos enviar a Kim Yong Un. Por no abandonar el ámbito cristiano, encuentro más prudente la actitud de los obispos rusos, cuya intercesión fue por lo visto clave para que Moscú no desmantelara su arsenal nuclear en los 90. “En aquella época”, dice el investigador Radii Ilkaev, “la prensa se mostraba enormemente crítica con los asuntos militares, especialmente con las armas atómicas […]. Por todas partes aparecían artículos que sostenían que ya no había enemigos, que nadie nos amenazaba y que, por tanto, no las necesitábamos”. Entonces, la Iglesia Ortodoxa convocó una conferencia y se ofreció a cooperar con el Kremlin para preservar el escudo nuclear, pero sometiendo su uso a las más estrictas exigencias morales.

The Economist cuenta que de vez en cuando se dejan ver bendiciendo los misiles y, a todo el que se lo reprocha, le replican que rezan para que no se usen, pero que deben seguir en los silos, haciendo su trabajo.

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