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La Teoría del Bosque Oscuro. Miguel Ors Villarejo

por: Miguel Ors Villarejo
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El pasado mes de enero la Academia China de las Ciencias invitó al novelista de ciencia ficción Liu Cinxi a visitar el imponente radiotelescopio que las autoridades han construido en la remota y atrasada provincia de Guizhou. El FAST (iniciales de Five-hundred-meter Aperture Spherical Telescope o Telescopio Esférico de 500 Metros de Apertura) es una ensaladera del tamaño de 40 campos de fútbol cuya sensibilidad duplica la del observatorio de Arecibo.

Aparte de abordar proyectos abstrusos, como aclarar el modo en que el universo se expande o aprovechar el latido de los púlsares para detectar las ondas gravitacionales de Einstein (y, eventualmente, ganar algún Nobel), el FAST se ocupará también de la búsqueda de inteligencia extraterrestre, más conocida por su acrónimo inglés SETI. De ahí la invitación de la Academia a Liu. “En cierto modo”, escribe Ross Andersen en The Atlantic, “[su] presencia no constituye ninguna sorpresa. Su opinión es muy apreciada […] y la agencia aeroespacial ya le ha consultado para otras misiones”.

“Pero”, añade a continuación, “no deja de ser una extraña elección”. La obra de Liu gira en torno a los encuentros en la tercera fase, pero a diferencia del Spielberg de ET, no dibuja a los alienígenas como encantadores e inofensivos enanitos verdes, sino como implacables máquinas de matar. Cuando los humanos agitamos los brazos como náufragos para alertar de nuestra existencia, nos ponemos absurdamente en su punto de mira. Es la Teoría del Bosque Oscuro: cada civilización es un cazador al acecho en una noche sin luna.

Liu no tiene por qué estar en lo cierto, pero su hipótesis es inquietantemente congruente con la paradoja de Enrico Fermi. Este físico italiano consideraba que, dada la ingente cantidad de estrellas, la probabilidad de que hubiera otros seres inteligentes en la galaxia era muy elevada. “¿Dónde están?”, se preguntaba. “¿Por qué no hemos encontrado ningún rastro […], por ejemplo, sondas, naves […] o transmisiones?” La respuesta de Liu es que están agazapados en el Bosque Oscuro.

Hay que decir, no obstante, que la capacidad de anticipación de la ciencia ficción es relativa, como revelan la abundancia (jamás materializada) de coches voladores en el género, desde Los Supersónicos a Regreso al futuro, o el triste destino de firmas como Pan Am o Atari, cuyos anuncios aparecen triunfalmente en Blade Runner, pero que quebraron hace tiempo.

Más que oráculos, estas utopías/distopías son a menudo el reflejo de obsesiones colectivas. Las películas de marcianos de los 50 eran una alegoría de la Guerra Fría y el terror que en su día inspiró La invasión de los ladrones de cuerpos a los americanos no se debía tanto al peligro remoto de ser abducido por un platillo volante, como a la amenaza mucho más próxima de acabar convertido al comunismo.

Del mismo modo, la Teoría del Bosque Oscuro recoge los ecos de un doble trauma. Por un lado, el error incomprensible que supuso el abandono de la vanguardia científica. China descubrió la pólvora, la brújula, la imprenta y, en un momento dado, dejó de innovar. ¿Por qué? Voltaire culpaba al énfasis que Confucio pone en el respeto de la tradición. Otros han hablado de la molicie que genera la falta de competencia: mientras en Europa media docena de naciones debían urdir constantemente modos de imponerse a sus vecinas, los mandarines carecían de rivales a su nivel y se acomodaron. Sea como fuere, cuando a mediados del XIX las potencias occidentales irrumpieron con sus acorazados de vapor y sus modernos cañones, la tecnología bélica casi medieval de Pekín sufrió una humillación detrás de otra. Este es el segundo trauma.

La moraleja que extrae Liu de la historia es tajante: las civilizaciones superiores aplastan a las inferiores. Sus compatriotas quizás no compartan su negra opinión sobre los alienígenas, pero no pueden decir lo mismo de los demás habitantes de este planeta y por eso impulsan proyectos científicos como la ensaladera de Guizhou.

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