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Unas gafas para corregir la miopía económica. Miguel Ors

por: Miguel Ors Villarejo
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En economía importa tanto lo que se ve como lo que no se ve, decía Frédéric Bastiat, e ilustraba su tesis con la anécdota de la ventana rota. “¿Ha sido usted testigo de la cólera de un buen burgués […] cuando su terrible hijo rompe un cristal? Si ha asistido a este espectáculo, seguramente habrá constatado que todos los asistentes [le ofrecen] el mismo consuelo: ‘La desdicha sirve para algo. Tales accidentes hacen funcionar la industria. Todo el mundo tiene que ganarse la vida. ¿Qué sería de los cristaleros si nunca se rompieran cristales?”

Este razonamiento bienintencionado ignora, sin embargo, que el propietario de la ventana rota pensaba probablemente destinar el dinero de la reparación a una actividad más productiva. Si hablamos del taller de un zapatero, habría comprado unas leznas más afiladas, un martillo más ligero, unas tenazas más potentes. Quizás incluso se hubiera animado a tomar un aprendiz. Estas inversiones habrían aumentado su eficiencia y le habrían permitido una rebaja de precios para captar nuevos clientes. Al final, toda la sociedad se hubiera beneficiado de un calzado más asequible.

Este proceso no es tan aparente como la ventana que salta en pedazos, pero es el que ha impulsado la capacidad adquisitiva de la humanidad y, por tanto, su prosperidad desde la Revolución industrial. “La riqueza de una persona y de un país no es la suma de dinero o de oro que atesoran, sino la cantidad de cosas de las que pueden disfrutar”, explica Xavier Sala i Martín. Lamentablemente, todo el debate sobre la distribución en Occidente se ha centrado hasta ahora en la disparidad de rentas, cuyo impacto es más psicológico que real. “Si me comparo con Bill Gates”, dice el escritor Johan Norberg, “la diferencia de ingresos es colosal. Pero si hablamos de condiciones materiales, ya no es tanta. Él viaja en un jet privado, por supuesto, pero yo puedo pagarme un billete de avión por poco dinero. Bill Gates usa un smartphone como el mío y maneja la misma información que yo […]. Y lo mismo puede decirse de la sanidad. Si mis hijos enferman, tendrán acceso a la misma tecnología médica que los de Bill Gates. En suma, el que haya superricos cada vez más ricos no afecta a mi bienestar”.

Sala i Martín ponía en su serie de TV3 Economía en colores un ejemplo aún más llamativo: el de Mansa Musa, un rey maliense del siglo XIV cuya fortuna “convertida en dólares actuales tendría un valor aproximado de 400.000 millones. O lo que es lo mismo, si estuviera vivo y conservara todo el oro que poseía en 1324, sería cuatro veces más rico que Bill Gates [86.300 millones, según la última lista de Forbes]”.

“Lo que más llama la atención de todo esto”, señala Sala i Martín, “es que Musa nunca comió pan con tomate ni chocolate ni hamburguesas ni perritos calientes […]. A pesar de su inmensa opulencia, nunca fue al fútbol ni al cine. Jamás probó comida japonesa ni india ni mexicana ni francesa ni catalana”.

Si le dolía la cabeza no podía tomar una aspirina y, cuando a los 40 años empezó a perder vista, dejó de leer porque carecía de gafas. Tardó dos años en concluir la peregrinación a la Meca, un viaje que los trabajadores de cualquier país europeo realizan en seis horas. No podía pulsar el interruptor para encender la luz ni tirar de la cadena para vaciar el váter y, para comunicarse con sus aliados, debía despachar emisarios en camellos que necesitaban meses para llevar y traer un pergamino.

“La paradoja”, concluye Sala i Martín, “es que todo lo que no tenía el hombre supuestamente más rico de la historia lo tenemos al alcance cada uno de nosotros”. Por desgracia, la naturaleza humana es extraña. Como expone Richard Layard, por mucho que progrese una persona, si su grupo de referencia (vecinos, amigos, cuñados, colegas) lo hace más deprisa, su satisfacción caerá, aunque esté objetivamente mejor. El sueldo de los alemanes orientales se disparó tras la reunificación, pero su felicidad se hundió porque pasaron de la aristocracia del bloque soviético al pelotón de los torpes de la UE.

A diferencia de la miopía que padecía Mansa Musa, esta no hemos aprendido a corregirla y seguimos, como en tiempos de Bastiat, pendientes de lo aparente. (Foto: Terri Klingensmith-Haines, Flickr)

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