¿Sirve para algo un economista?. Miguel Ors Villarejo

Newton proclamó: “Si he visto más lejos que el resto de los hombres es porque me he aupado a hombros de gigantes”. En teoría del desarrollo también cada nueva generación se sube encima de la anterior, pero para machacarla.

El padre de Dani Rodrik se ganaba la vida fabricando bolígrafos en la Turquía de la Guerra Fría. Era un negocio bastante próspero, no porque hiciera un gran producto, sino porque las barreras arancelarias le mantenían confortablemente a raya a la competencia. Hoy nos parece una abominación, pero entonces constituía el paradigma dominante en materia de desarrollo. Los expertos sostenían que la dinámica de la ventaja comparativa había dejado a muchas naciones del Tercer Mundo atrapadas en sectores poco glamurosos y que era perfectamente legítimo que sus Gobiernos recurrieran al proteccionismo para montar su propia industria y acabar con aquella injusta distribución internacional del trabajo.

La ex directora gerente del FMI, Anne Krueger, diría posteriormente en un discurso que esta estrategia de sustitución de importaciones era un compendio de “impresiones de turista” y “medias verdades” y que costaba entender que hubiera llegado a aceptarse “de forma tan poco crítica”. Pero si se deja que pase el tiempo suficiente, es algo que puede decirse prácticamente de cualquier teoría. Por ejemplo, del Consenso de Washington, que era el nuevo evangelio que anunciaba Krueger en aquel discurso. Las investigaciones de Rodrik revelan que también es una media verdad que las naciones más abiertas sean las más prósperas o que el intervencionismo no funcione nunca. Él mismo es producto de la sustitución de importaciones: gracias a los aranceles, su familia pudo enviarlo a Harvard (aunque tuvo que aceptar “varios trabajos extraños” para acabar de costearse la estancia).

Al principio, el joven Rodrik pensó en hacerse ingeniero, como la mayoría de los turcos de su generación. Pero en la universidad se dio cuenta de que los problemas de su país no se debían a la falta de buenos profesionales, sino de organización, y estudió política. Su padre no debía de verle mucho futuro y lo obligó a cursar un posgrado en economía en Princeton. Fue un acierto (y quizás otro argumento a favor del intervencionismo). Rodrik es hoy una eminencia en desarrollo. Vuela por todo el planeta, asesorando a gobernantes y dando conferencias. El New York Times contaba que una vez estuvo en Portugal. Las autoridades dudaban si invertir en balnearios para jubilados alemanes o en una incubadora de firmas tecnológicas. “Hagan las dos cosas”, les sugirió Rodrik. “Al final, nunca se sabe lo que va a funcionar”.

Debo reconocer que como consejo no es muy impresionante (¿es eso lo que les enseñan en Princeton?). Pero refleja bien la diferencia entre la vieja y la nueva política industrial. Fidel Castro no se equivocaba nunca. Si mandaba levantar una fábrica de baldosas, lo de menos era que luego se vendieran. No puede valorarse con banales criterios mercantilistas un proyecto que la Revolución considera estratégico con su criterio superior.

Rodrik, por el contrario, reconoce que meter la pata es lo habitual. Muchas iniciativas (públicas y privadas) no van a ningún lado. Como explicaba en una entrevista que le hizo Manuel Conthe, “lo fundamental no es acertar con la industria ganadora, sino retirar el apoyo a las perdedoras”. De hecho, cuanto más deprisa se equivoque uno, antes detectará en qué actividades tiene ventaja. Lo decía el fundador de IBM, Tom Watson: “Si quieres triunfar, necesitas duplicar tu tasa de error”.

La cita de Watson la recoge Rodrik en una ponencia que presentó en 2010 en un congreso sobre teoría del desarrollo. Se titula Diagnosticar antes de prescribir y sostiene que la investigación en esta disciplina no parece proceder por acumulación, como en física, donde Newton pudo proclamar: “Si he visto más lejos que el resto de los hombres es porque me he aupado a hombros de gigantes”. En teoría del desarrollo también cada nueva generación se sube encima de la anterior, pero para machacarla. La sustitución de importaciones fue una reacción al librecambismo de los planteamientos anteriores; luego el Consenso de Washington dio un giro de 180 grados, y ahora se dibuja otro golpe de péndulo en sentido inverso. “Un análisis superficial de esta historia intelectual sugiere que no hay avances”, dice Rodrik, “sino modas pasajeras”.

Peor todavía: los grandes hitos en la lucha contra la pobreza se han producido al margen de la academia. “¿Puede alguien darme el nombre del economista occidental o del trabajo de investigación en que se basaron las reformas chinas?”, preguntó Rodrik a su auditorio. “¿Y qué me dicen de Corea del Sur, Malasia o Vietnam?” En ninguno de esos casos desempeñó la teoría un papel relevante. Incluso Chile, cuyo éxito se atribuye (“erróneamente”, según Rodrik) al asesoramiento de Milton Friedman, despegó después de que se descartaran algunas “políticas desastrosas de los Chicago Boys” y se aplicara una “heterodoxa combinación” de liberalismo, control de capitales y políticas sociales.

Ante semejante panorama, cabe preguntarse si los economistas sirven para algo, pero Rodrik no cree que haya que ser demasiado duro con ellos. Aunque ninguno tiene toda la razón, todos llevan una parte. “Raul Prebisch, Anne Krueger y Jeffrey Sachs estaban en lo cierto, cada uno en su momento y bajo sus circunstancias específicas”. Cada país es infeliz a su manera y aquí no valen las soluciones universales ni las tallas únicas. Las estrategias de desarrollo deben ser más una sastrería a medida que un prêt-à-porter.

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