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Ventajas de ser promiscuo. Miguel Ors Villarejo

Hace muchos años me encargaron que cubriera la presentación de un suplemento del Economist sobre Hong Kong y, cuando le pregunté a su autor a qué atribuía el éxito de la excolonia británica, me contestó simplemente: “A la libertad”.

Aquello, más que una respuesta, me pareció una evasiva. El Muro de Berlín acababa de caer, todavía no habían estallado las crisis asiática y rusa y en Occidente vivíamos bajo el hechizo de las recetas liberales del Consenso de Washington. Estas habían sustituido el evangelio del atajo histórico hacia la industrialización, que a su vez había desbancado el enfoque neoclásico. La economía del desarrollo procedía más por modas que por acumulación y, a su compás, el tamaño del Estado se dilataba o contraía, igual que el largo de la falda, pero en cualquier caso siempre había un paradigma dominante, un manual de instrucciones, una lista de la compra.

No podemos evitarlo. A los humanos nos encantan los relatos totales, las teorías omnicomprensivas, los modelos. Yo mismo he pasado buena parte de mi existencia buscando las leyes que gobiernan el universo. En mi época de universitario (iba a poner de estudiante, pero estudiar, estudiaba poco) envidiaba la seguridad con que pontificaban mis compañeros marxistas. Franco había muerto, la Transición lo había puesto todo en cuestión y, mientras yo me debatía en un mar de dudas, ellos tenían opinión formada sobre todo: el capitalismo y el socialismo, el divorcio y el aborto, la propiedad privada y la familia. Los veía pedir la palabra en las asambleas y exponer con aplomo los pasos que debíamos dar y soñaba con alcanzar algún día aquella certeza.

Durante años la busqué. He conocido muchas grandes teorías y siempre pensaba que había encontrado la pasión definitiva. Al principio era fantástico, no tenía ojos para ninguna otra. Pero las grandes teorías te exigen que renuncies a más y más pedazos de la realidad y yo no soy capaz, llámenme egoísta si quieren. Soy demasiado promiscuo y cuando una duda me hace señas a mil kilómetros, lo dejo todo, me arrojo sobre ella, la desgarro. Así he ido saltando de brazo en brazo. Soy un liberal sin principios.

Lo que yo no sabía es que las mismas tesis que a finales de los 70 los marxistas españoles defendían tan enfáticamente en la teoría, los marxistas chinos las estaban descartando en la práctica. Como yo, salían cada noche a carnear y se dejaban seducir por cualquiera que les mostrara una curva atractiva de crecimiento. A los funcionarios locales no se les daban instrucciones concretas de lo que debían hacer, como en la época de Mao. Se les animaba a experimentar y, luego, cuando las iniciativas salían bien, se exportaban a otras regiones y cuando no, se cerraban.

Ese es el gran secreto de China. Desconfíen de quienes hablan del modelo chino. No existe. China es el antimodelo, la apoteosis del pragmatismo. Aprovecha lo que funciona y lo que no funciona lo tira, sea comunista, capitalista o mediopensionista. Su arquitecto no fue Deng Xiaoping. No hubo ningún arquitecto. Fue la obra de millones de personas a las que se dio la oportunidad de buscarse la vida, y no hay fuerza comparable al ingenio humano. Cuando le sueltas las trabas, cuando le das esa libertad a la que se refería el periodista del Economist, encuentra el modo de aprovechar los recursos disponibles para resolver todos los problemas, incluso aquellos que ni siquiera sabíamos que teníamos.

Y el progreso y la riqueza consisten en eso: en usar los recursos que nos rodean de forma cada vez más eficiente. Los hombres primitivos empleaban la arena de sílice para elaborar pigmentos con los que luego dibujaban rudimentarios bisontes en las paredes de sus cavernas. Nosotros hemos aprendido a usar ese mismo silicio para fabricar chips que nos han permitido llegar a la Luna.

Y los chinos, si los dejan, terminarán llegando a Marte. (Foto: Sharizan Manshor, flickr.com)

…y al tercer siglo resucitó. Miguel Ors

Eran las siete de la mañana y hacía un frío respetable. El encargado de Highgate, bostezando sin parar y frotándose las manos para entrar en calor, se dirigió hacia el este del cementerio. No tardó en divisar junto a uno de los paseos principales la silueta del busto con la famosa frase: “Proletarios del mundo entero, uníos”. Pronto se cumpliría el segundo centenario del nacimiento del filósofo y el aumento de peregrinaciones había obligado a redoblar las labores de limpieza y mantenimiento. Incluso desde la distancia a la que se encontraba se podía apreciar una inusual cantidad de ramos de flores.

Pero no era la única anomalía. A medida que se acercaba no podía dar crédito a sus ojos. ¡Habían forzado el sepulcro!

Su hipótesis inicial fue un acto de vandalismo, pero no había rastro alguno de violencia. Al contrario. La tapa del féretro estaba cuidadosamente colocada a un lado, como si alguien la hubiera levantado con esmero.

El encargado se hincó de rodillas, dudó unos instantes. Después se incorporó y echó a correr como un poseso, a la vez que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado!

* * * * *

Cuando al profesor Cowen le anunciaron que en la sala de visitas de la facultad lo esperaba un hombre corpulento, barbudo, con una espesa melena y “de una suciedad intolerable”, no tuvo ninguna duda de quién era. Estaba de un humor excelente. “Francamente”, dijo, “el proletariado ha prosperado bastante. No hay analfabetismo ni hambre, la seguridad es inmejorable, los supermercados y los grandes almacenes están llenos de artículos… ¿Cuándo tuvo lugar la revolución socialista en Inglaterra?”

“Nunca”, le sacó de su error Cowen. “Inglaterra ha sido siempre una democracia liberal”.

La expresión del barbudo se congeló. Rebulló en su silla, un movimiento que Cowen no supo si atribuir a la incomodidad intelectual o a uno de los forúnculos que en los últimos años le habían surgido al filósofo por todo el cuerpo (incluidos los glúteos) y habían convertido en un suplicio la redacción de su obra final. “Voy a dar a la burguesía motivos para acordarse de mis forúnculos”, escribió amenazador en una de sus cartas.

“El primer país donde sus ideas triunfaron”, prosiguió Cohen, “fue Rusia”.

El barbudo sonrió.

“Lo sabía”, dijo. “Ya en su momento comenté que en ningún otro lado he tenido un éxito más encantador. ¿Y qué tal les ha ido?”

“Bueno”, se excusó Cohen, “abandonaron el comunismo hace tres décadas”.

“¿No queda nada de mi legado?”, tronó el barbudo volcando agresivamente su humanidad sobre Cowen. Era otro rasgo en el que todos los biógrafos coincidían: los estallidos de ira.

“Cuba, Vietnam, Laos, Corea del Norte, China”, enumeró rápidamente Cowen mientras se encogía en su asiento.

“Todos grandes potencias, espero”.

“No exactamente”, dijo Cowen cubriéndose la cabeza con los brazos a la espera de un golpe. “¡Bueno”, rectificó, “China sí, China sí!”

El barbudo pareció serenarse. Se estiró la levita, recuperó la compostura.

“Y en cierto modo, la evolución de China avala sus tesis”, prosiguió Cowen.

El barbudo sonrió. “Adelante”, dijo, “le escucho”.

“Usted siempre sostuvo que las sociedades pasaban por diferentes fases y que el capitalismo debía triunfar para que la sociedad sin clases pudiera instaurarse. Mao creyó, sin embargo, que podía enmendarle la plana. Decidió saltar directamente del feudalismo agrario al comunismo y el atajo no funcionó. Cuando en 1978 murió, China era una de las sociedades más miserables del planeta. Pero sus herederos recuperaron el enfoque ortodoxo e introdujeron una serie de reformas que han convertido el país en una potencia manufacturera. Ahora queda por ver si el régimen se decanta por la democracia liberal o por la dictadura del proletariado. En mi opinión, no está nada claro. China aún no ha refutado a Marx”.

Cowen había soltado la parrafada de un tirón, sin apenas respirar, con la cabeza gacha, encogida entre los hombros. Permaneció unos segundos inmóvil y luego levantó lentamente la mirada. Su interlocutor se mesaba la barba con la vista perdida en una esquina de la habitación.

* * * * * *

Al encargado de Highgate le costó convencer a su supervisor, que solo se avino a acompañarlo después de un rato largo argumentando y jurando (sobre todo jurando).

Al llegar al sepulcro todo estaba, sin embargo, en orden. Un pequeño grupo de hombres de cierta edad formaban un respetuoso semicírculo en torno el busto y, cuando el encargado les increpó por haber devuelto la lápida a su sitio, lo miraron como si fuera un lunático.

Dentro de la tumba, el barbudo acababa de coger la postura para pasar otro siglo y medio más. Una expresión serena iluminaba su rostro. “Todavía no está dicha la última palabra”, fue su último pensamiento.

Y desgraciadamente tenía razón. (Foto: Maya Collins, Flickr)