La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos han confirmado que su triunfo anterior, en 2016, no fue accidental. La falta de atributos del personaje, y los delitos por los que se le ha imputado, no han sido obstáculos a una extendida demanda de cambio, expresión a su vez de una desconfianza generalizada en las instituciones y en las elites tradicionales. No es en realidad un fenómeno distinto del que ha podido apreciarse en otros procesos electorales recientes, como los celebrados en Italia, Francia o Japón. Pero en Estados Unidos, el segundo mandato de Trump certifica un giro estructural en la vida política de la nación, y revela la gradual desaparición de la cultura compartida que sirvió de base a su democracia.
Las causas y las implicaciones del resultado electoral para la evolución interna del país serán objeto de análisis durante los próximos meses y años. El resto del mundo tiene que adaptarse con urgencia, sin embargo, a un escenario en el que se multiplican las incógnitas sobre la posible dirección de la política exterior norteamericana. Si el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu no puede estar más satisfecho, el Viejo Continente se encuentra por el contrario con la mayor de las inquietudes, aunque es cierto también que cuenta con el imperativo que necesitaba para construir su futuro como actor internacional. De manera menos extrema, los gobiernos asiáticos elaboran planes alternativos, pero sin perder la esperanza de que, pese a su carácter impredecible y sus pretensiones rupturistas, Trump chocará con la realidad, tanto en el terreno comercial como en el de seguridad.
Si bien China es su principal objetivo, la imposición de unos aranceles del 60 por cien a la importación de productos de la República Popular afectará a otras economías exportadoras, además del impacto de las tarifas a las que estarían sujetas en sus intercambios con Washington. En la actualidad, siete de los ocho principales socios de Estados Unidos en el Indo-Pacífico (Japón, India, Corea del Sur, Tailandia, Filipinas, Taiwán y Nueva Zelanda) tienen un superávit en su balanza comercial bilateral, al igual que otras economías más pequeñas (como Vietnam y Malasia). Obsesionado con estos desequilibrios, Trump pretende reducirlos, sin importarle el más que considerable volumen de inversiones directas de estos países en Estados Unidos, y sin haber aprendido que el abandono de la Asociación Trans-Pacífico (TPP) en su primera administración no contribuyó a mitigar el déficit norteamericano.
Los aranceles tendrían además un triple efecto. Por un lado, lanzarían el mensaje político a sus aliados de que Estados Unidos sólo se guía por sus prioridades. Como segunda consecuencia se reforzaría el margen de maniobra de Pekín: el desdén del presidente electo hacia los acuerdos multilaterales consolidaría la integración económica regional, un proceso en cuyo centro se encontraría China y no unos Estados Unidos que culpa a las naciones asiáticas de sus problemas. Por lo demás, las inevitables represalias de Pekín producirían un notable daño a la competitividad norteamericana, así como a sus consumidores.
Aunque no se descarta por estas razones que las amenazas de Trump sean sobre todo una táctica de negociación, distintos gobiernos han comenzado en cualquier caso a renegociar los compromisos financieros en materia de defensa, y a institucionalizar los últimos acuerdos concluidos con Washington (como el AUKUS, los pactos Estados Unidos-Japón-Corea del Sur y Estados Unidos-Japón-Filipinas, y el “Indo-Pacific Economic Framework”, entre otros), para evitar su disolución por la nueva Casa Blanca.
Nada puede darse por seguro con respecto a las decisiones de Trump. Pero sí cabe dudar de que un aumento de los aranceles vaya a modificar de manera significativa la política económica exterior de China, ni a propiciar la confianza en Washington de sus aliados, como tampoco resulta creíble que la búsqueda de la “paz a través de un aumento de capacidades” (“peace through strength” es el lema de su estrategia de seguridad nacional) permitirá recuperar la primacía norteamericana en la región del Indo-Pacífico. La próxima administración republicana pretende sustituir lo que describe como “debilidad” de Biden por una política de firmeza, que podrá quedar neutralizada sin embargo por sus propias contradicciones. Ni los dilemas que afronta Estados Unidos se prestan a soluciones sencillas ni, por mucho que le incomode, podrá Trump ignorar al resto del mundo.