Cuando se cumplen dos meses del regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, su afán disruptivo aún no se ha extendido a Asia. Se desconocen en particular las intenciones últimas del presidente norteamericano con respecto a China, país que hasta la fecha ha sido sólo objeto de la imposición de aranceles en dos ocasiones (un diez por cien cada vez, a los que Pekín respondió de manera inmediata con su propia artillería comercial). Frente a una competición estratégica inevitable, la cuestión de fondo es hasta qué punto está Trump dispuesto a enfrentarse a la República Popular. Mientras unos creen en la posibilidad de un gran acuerdo que permita estabilizar las relaciones, otros consideran más probable una escalada de las tensiones.
Las prioridades de la administración, entre las que destacan la consecución de beneficios económicos y el incremento de la influencia norteamericana sin involucrarse en conflictos militares en el exterior, llevarían a Trump hacia algún tipo de entendimiento con su “amigo” Xi Jinping. Ambos preferirían evitar nuevas complicaciones. Trump querría presumir de haber reducido el déficit comercial, controlado la inflación, y estimulado la creación de empleo mediante la recuperación de tejido industrial. También Xi necesita una economía global abierta y minimizar las diferencias con las naciones más desarrolladas: un entorno exterior estable le permitiría volcar su atención en los problemas estructurales internos.
El problema es que, para China, un gran pacto pacto significaría el visto bueno de Washington a sus principales ambiciones: la anexión de Taiwán y el reconocimiento de una esfera de influencia en Asia, así como un acceso sin obstáculos al mercado y a la tecnología de Estados Unidos. Para este último, implicaría lo que Pekín tampoco está dispuesto a concederle: renunciar al uso de la fuerza contra Taiwán y en relación con las disputas de soberanía en los mares de China Meridional y Oriental, eliminar las restricciones para acceder a su mercado, y una mejora en su política de derechos humanos. Son demandas incompatibles con sus respectivos valores políticos e intereses estratégicos, por lo que no parece realista una negociación sobre estas bases.
Sin perjuicio de que pueda llegarse a una fórmula más modesta en cuanto a los objetivos de cada uno, y con independencia de la aproximación bilateral que decida finalmente la Casa Blanca, no debe perderse de vista, sin embargo, que la revolución diplomática de Trump sitúa las relaciones con China en un nuevo contexto. Y ya se trate de los efectos del acercamiento norteamericano al Kremlin, o de las acciones de Pekín en un contexto de transformación internacional, es la República Popular quien se está situando con ventaja.
Al ponerse Trump del lado de Putin, China llegará a la conclusión de que la OTAN y el sistema de alianzas norteamericanas han perdido toda credibilidad. Considerará, al mismo tiempo, que su apoyo político a Rusia ha sido rentable si la guerra de Ucrania termina con una victoria estratégica para los adversarios de Estados Unidos. Se abre así la puerta a una nueva era geopolítica, en la que Pekín podrá presionar a los países vecinos sin preocuparse por el riesgo de una intervención norteamericana. Los europeos, con su atención fijada en Rusia y en la recomposición de la seguridad del continente, carecerán igualmente de margen de maniobra para endurecer su posición frente al desafío chino.
Si la ruptura de la relación transatlántica es una oportunidad única para Pekín, las autoridades chinas tampoco han desaprovechado el vacío dejado por Estados Unidos, redoblando su presencia en las naciones del Sur Global. De este modo, mientras Washington no parece haber definido el lugar que ocupa China al desmantelar el orden internacional liberal, Pekín ve en el segundo mandato de Trump la ocasión para expandir con aún mayor rapidez su influencia. La competición con Estados Unidos no es, para Xi, sino una parte de un juego mayor: el de situarse en el centro del sistema internacional a mediados de siglo.