Para China, la guerra arancelaria de Trump es mucho más que un mero conflicto económico: la percibe como un ataque en toda regla a su ascenso. La escalada en las tarifas podrá continuar, pero es en consecuencia un asunto casi secundario, al responder Pekín mediante una estrategia que amplía y reorienta el tablero de juego a su favor.
El choque comercial es, en primer lugar, la ocasión para avanzar de manera definitiva en la transformación de la estructura de su economía. Impulsar el consumo interno y hacer del sector servicios un motor central de crecimiento ya no son simples objetivos que, por razones políticas, se han retrasado hasta la fecha. Al convertirse ahora en instrumentos de defensa frente a la presión externa, son un imperativo que explica algunas de las decisiones más recientes en política económica, como, por ejemplo, el acercamiento del gobierno al sector privado.
Las autoridades chinas continuarán reaccionando, por otra parte, a cada medida norteamericana, pero no sólo mediante la imposición recíproca de aranceles. Dado el nivel que han alcanzado estos últimos, se trata de la virtual anulación del comercio entre ambas partes: el famoso “decoupling” tan deseado por la Casa Blanca. Pero Pekín sabe bien cómo puede hacer más daño a Estados Unidos. La amenaza de vender bonos del Tesoro, la reducción de sus reservas de divisas en dólares, la anulación de contratos con las empresas aeronáuticas, el bloqueo de las importaciones agrícolas, o la restricción a las exportaciones de tierras raras son algunas de las posibilidades en su arsenal de respuestas. Las dificultades de acceso al mercado chino harán de la propia comunidad empresarial norteamericana un elemento de presión contra el presidente Trump.
Un tercer pilar de la estrategia de la República Popular pasa por extender su influencia exterior y, en particular, por profundizar en la interdependencia con los países vecinos. Éstos han sido objeto de atención al más alto nivel, al convocar el presidente Xi Jinping una conferencia interna del Partido Comunista sobre la política exterior hacia la periferia. Celebrada el 8 y 9 de abril, ha sido sólo la segunda reunión de estas características en la historia de la República Popular (la primera tuvo lugar en diciembre de 2013). Con la presencia de todos los miembros del Politburó, el encuentro hizo hincapié en la importancia de la “diplomacia de la vecindad” por razones tanto económicas como de seguridad nacional. Xi insistió en “la necesidad de considerar las regiones adyacentes desde una perspectiva global” y lograr “nuevos avances”.
Pocos espacios son tan relevantes a estos efectos como el sureste asiático, destino apenas unos días después de la conferencia del primer viaje internacional de Xi en 2025. Vietnam, Malasia y Camboya, los tres países que ha visitado entre el 14 y el 18 de abril, han estado sujetos igualmente a la coerción de Washington. Aunque los aranceles que pretende Trump imponerles (el 46 por cien, 24 por cien y 49 por cien, respectivamente) se encuentran “en pausa”, sus economías son especialmente vulnerables. Camboya ya era un “Estado cliente” de Pekín, pero Vietnam y Malasia son socios económicos cruciales, plenamente integrados en las cadenas regionales de valor, y cada vez más dependientes de las inversiones chinas, así como del acceso a su mercado.
La gira de Xi ha marcado el fortalecimiento del compromiso diplomático de China con una subregión (institucionalizada en la ASEAN) que, desde 2023, ha sustituido a Estados Unidos y la Unión Europa como principal destino de sus exportaciones, y en la que también desempeña un papel central en el desarrollo de las infraestructuras locales. Su viaje ha sido, al mismo tiempo, un movimiento estratégico que permitirá situar a Pekín como socio estable de unos gobiernos que encuentran hoy menos incentivos para confiar en Washington.