Este verano se hizo patente la vulnerabilidad geopolítica europea, así como la ausencia de una verdadera voluntad entre los Estados miembros de la UE para avanzar en su autonomía estratégica. Primero en Pekín y más tarde en Escocia, los intereses del Viejo Continente recibieron un doble golpe, evidencia de una triste resignación a su debilidad.
La declarada hostilidad del presidente norteamericano hacia la UE llevó a algunos de sus gobiernos a pensar desde abril en la posibilidad de un acercamiento a China como instrumento de equilibrio. Convencidos de que la República Popular —sujeta igualmente a la presión de Trump— coincidiría en ese objetivo, se vinculó la conmemoración del 50 aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas a dichas expectativas, esperando de las autoridades chinas unas concesiones que en realidad nunca estuvieron dispuestas a dar. La renuncia del presidente chino a viajar a Bruselas para la cumbre anual (lo que obligó a trasladarla a Pekín) y el recorte del encuentro de dos a un solo día, ya fueron una clara señal de lo que cabía esperar.
En lugar de cortejar a la UE, en efecto, el 25 de julio China optó por apretarle las tuercas en aquellos asuntos que más le preocupan: el apoyo a Rusia en la guerra de Ucrania; el control de las exportaciones de tierras raras; y el exceso de capacidad industrial (un hecho que, que además de afectar de manera directa a la competitividad europea, es una de las causas del déficit comercial de la Unión con la República Popular: más de 300.000 millones de euros el pasado año). La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, subrayó la frustración europea al describir como un “punto de inflexión” el estado de la relación entre las partes. Pero si lo es, se debe en último término a la lectura hecha por Pekín: negarse a las pretensiones europeas no le supone ningún coste pues su margen de maniobra es muy superior al de Bruselas.
La facilidad con la que China pudo ignorar las demandas del Viejo Continente se repitió por parte de Estados Unidos en Escocia (en Turnberry, el campo de golf propiedad de Trump), el 27 de julio. La cesión a las exigencias de la Casa Blanca, supuestamente con el fin de evitar una guerra comercial, ha sido objeto de numerosas críticas que no es necesario reiterar. Un aspecto apenas tratado, sin embargo, tiene que ver con el impacto del acuerdo para las relaciones de la UE con terceros, especialmente con los países asiáticos. La debilidad que han transmitido los europeos complica sus posibilidades de proyección en el espacio convertido hoy en el centro de la economía global y epicentro geopolítico del planeta.
La percepción de que no ha podido (o querido) corregir su dependencia de Estados Unidos le hace un flaco favor a la Unión. Si ha dado motivos a Pekín para confirmarse en su creencia sobre el limitado valor estratégico de Europa (a la que considera como un mero apéndice norteamericano), sus efectos se notarán en el conjunto de la región. Si, según lo pactado con Trump, las empresas europeas quedarán obligadas a invertir en Estados Unidos para deslocalizar allí parte de su aparato productivo, será más difícil que puedan aumentar su presencia en los mercados y en las cadenas de valor asiáticas. Si no se consolida una base industrial y tecnológica autónoma, tampoco se podrá competir con las economías innovadoras de Asia. Si la razón definitiva del acuerdo es que la UE no cree que pueda mantener la seguridad del continente (y a Ucrania a flote) sin Estados Unidos, sus ambiciones como actor geopolítico habrán desaparecido desde la perspectiva de socios como Japón, Corea del Sur, Australia, India o la ASEAN. La mayor de las ironías es que Trump parece estar buscando un gran pacto con Xi Jinping, sobre el que con seguridad no consultará a sus socios del otro lado del Atlántico (como tampoco hizo al verse con Putin en Alaska para tratar sobre Ucrania el 15 de agosto).
El contexto geopolítico se ha transformado sin que los europeos hayan reaccionado a tiempo. China y Estados Unidos han hecho evidente el precio de la lentitud y de las divisiones internas de la UE, exponiendo los defectos de una estructura de decisión diseñada para un mundo que ya no existe. El resultado es una Europa aislada en el escenario comercial y estratégico global, y objeto de la presión simultánea de dos gigantes (a los que hay que añadir la amenaza rusa) que sólo velarán por sus respectivos intereses.