INTERREGNUM: China y el acuerdo sobre Gaza. Fernando Delage

El conflicto en Gaza podría estar llegando a su fin después de que el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, diera el visto bueno al plan de paz propuesto por la administración Trump, y Hamás lo haya aceptado. Aunque aún faltan detalles por conocer y no han desaparecido las dudas sobre su implementación, un aspecto muy significativo es la participación en el acuerdo de relevantes Estados musulmanes (Arabia Saudí, Egipto, Qatar, Emiratos, Turquía, Pakistán e Indonesia entre ellos); un hecho que anticipa la potencial transformación de la estructura geopolítica regional. Desde esta perspectiva, no deja de llamar la atención la ausencia de China, un país con considerables intereses económicos en Oriente Próximo y que trató de implicarse también en el terreno político.

Desde que Israel comenzara su ofensiva en Gaza tras el ataque terrorista de Hamás el 7 de octubre de 2023, que Pekín se abstuvo de condenar, la República Popular vio una ocasión para intentar erosionar el papel de Estados Unidos, especialmente de cara a las naciones del Sur Global. En un contexto de tensiones comerciales y políticas bilaterales con Washington, el cerrado apoyo de este último a Netanyahu sirvió a las autoridades chinas —defensoras tradicionales de la causa palestina— para describir a Estados Unidos como socio no fiable y principal causante de los conflictos internacionales. China se presentó, por el contrario, como un actor comprometido con la paz, y redobló sus esfuerzos como potencia mediadora

En noviembre de 2023, la República Popular albergó un encuentro de ministros de Asuntos Exteriores de países árabes y musulmanes para discutir sobre la guerra en Gaza. En julio de 2024 convocó a un total de 14 facciones palestinas (Fatah y Hamás incluidas), y logró que firmaran una declaración de unidad. Nadie esperaba que el acuerdo sirviera para poner fin a las divisiones internas en la batalla por el control político de Gaza y Cisjordania, pero permitió a China ampliar su espacio en la diplomacia de Oriente Próximo, en un proceso que ya había abierto su intervención, en marzo de 2023, en el restablecimiento de relaciones entre Irán y Arabia Saudí, los dos principales rivales del mundo islámico, tras siete años de interrupción.

China parecía asumir un nuevo papel político en la región, lo que llevó a algunos observadores a certificar una pérdida de influencia norteamericana y un cambio sustancial, por tanto, en la situación estratégica de Oriente Próximo. Pero fue una conclusión precipitada: la extensión de la guerra al Líbano e Irán y la caída del régimen sirio alteraron en pocos meses el escenario y pusieron en evidencia la limitada capacidad de maniobra de Pekín.

Sus expectativas de un mayor protagonismo no se cumplieron, pero no han impedido que se haya pronunciado de manera positiva sobre el plan de la Casa Blanca. Éste permite restaurar la estabilidad regional, quizá su prioridad fundamental, al depender de ella la seguridad de las rutas marítimas (vitales para el transporte de los recursos energéticos que importa desde el Golfo Pérsico, y de las manufacturas que exporta a la región así como a África y Europa), y la protección de sus inversiones, empresas y trabajadores. El desafío a partir de ahora consiste en afrontar una nueva dinámica diplomática que margina a China. El proceso que permitirá poner fin a la guerra, y otras novedades como el simultáneo pacto de seguridad firmado por Qatar con Washington, revelan ante todo la continuidad de la influencia estructural norteamericana, y minimizan los intentos chinos de convertirse en socio principal de referencia de los gobiernos locales.

 

 

 

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