El pavoroso asalto al Congreso de los Estados Unidos de manos de estadounidenses aupados por el mismísimo -todavía- presidente Trump ha marcado un antes y un después en la historia de este país. Pero también ha abochornado la imagen de los Estados Unidos frente al mundo. La nación que ha exportado sus valores democráticos a cada esquina del planeta, que ha sido observador y certificador de miles de elecciones extranjeras y el que ha financiado la mayoría de las organizaciones internacionales ha sufrido un gran golpe en el corazón de Washington D.C., en el edificio que ha simbolizado desde 1800 los valores de democracia y libertad.
Los hechos revelan la profunda división que vive esta sociedad y el peligro de un discurso incendiario en la boca de un líder. Trump ha venido alimentando un discurso divisionista, no ha denunciado abiertamente a grupos radicales como los blancos supremacistas o los QAnon, éstos últimos se basan en una teoría que dice que Trump está librando una guerra secreta contra pedófilos de las élites del gobierno, de las empresas y los medios de comunicación estadounidenses.
Paralelamente, la infundada teoría que ha mantenido Trump y muchos líderes republicanos de que las elecciones presidenciales del 2020 fueron fraudulentas. A pesar de que cada una de las cortes de justicia a las que la campaña de Trump pidió abrir una investigación determinaron afirman no haber encontrado pruebas de fraude. Todo eso y el extraordinario número de votos que obtuvo -más de 74 millones de votantes lo apoyaron- fueron el caldo de cultivo de esa insurrección de la semana pasada. Que, además, fue aderezada por el discurso que esa misma mañana Trump dio a los manifestantes.
Como era de esperar la agencia oficial de noticias china Xinhua reportaba el suceso a minutos de haber tenido lugar y el fin de semana publicaba un extenso editorial que titulaba la doble moral de los estándares estadounidenses, en el que describían lo sucedido y como fue condenado por la prensa y algunos políticos. Sin embargo, comparaban la respuesta con “la desestabilización social de Hong Kong en 2019 cuando estos mismo elogiaban las atrocidades cometidas por los manifestantes vestidos de negro en Hong Kong, que pisotearon gravemente el estado de derecho y incurrieron en actos de terrorismo por naturaleza. Algunos estadounidenses incluso describieron las escenas como una hermosa vista y glorificaron a los manifestantes como héroes de la democracia”.
Afirman en la publicación de Xinhua que esas reacciones revelan “el prejuicio e hipocresía estadounidense sobre el tema de la democracia y su doble moral. Sus actos hacen ver al mundo más claramente que los llamados “valores democráticos” que promueven son, en esencia, una forma de mantener sus intereses creados a través de sus narrativas”.
La narrativa china revela una de las grandes crisis que ha venido atravesando Estados Unidos en los últimos años, la pérdida de influencia en el mundo cuya consecuencia automática es dejar un vacío de poder que eficientemente ha venido ocupando Beijing. Mientras, el Partido Comunista chino envía un mensaje a su población distorsionado la debilidad estadounidense y su sistema. Paralelamente China afina su estrategia de ataque a Occidente y sus valores que, además, vienen a fortalecer su narrativa doméstica.
La nueva Administración Biden tiene un complejo camino por delante. A nivel interno le tocará maniobrar con suprema delicadeza para intentar reparar las tremendas grietas sociales y restaurar el baluarte institucional del país y a nivel internacional el panorama no es mucho más alentador, pues Beijing ha venido sacando sus garras en los últimos años. La la pandemia los ha fortalecido aún más en una defensa frontal de sus intereses y su agenda al precio que sea.
El legado de la Administración Trump a raíz de los sucesos del pasado 6 de enero ha quedado manchado para siempre. Muchas de las políticas exteriores positivas puestas en práctica quedarán aminoradas en importancia por la gravedad de lo ocurrido.