Que, contradictoriamente, China está saliendo fortalecida en esta incipiente postpandemia, parece evidente. Este es el resultado de la propaganda apoyada en un Estado totalitario y arrogante que no está sometido a ningún control interno y que intenta, con frecuencia con éxito, disuadir las críticas externas con una liquidez obtenida de los escasos derechos laborales, los impuestos y la competitividad internacional tramposa y con ventajas.
El último golpe de Pekín, una asignatura pendiente desde que la sociedad de Hong Kong logró frenar los intentos chinos de liquidar las limitadas libertades heredadas de la época colonial inglesa, es el proyecto de aprobar una Ley de Seguridad Nacional para Hong Kong que prohibirá cualquier actividad “separatista”, “terrorista» o de “subversión de los poderes del Estado”, unos conceptos que, dada la vaguedad con la que están redactadas las leyes chinas, se puede atribuir a buena parte de las manifestaciones o actividades, en palabras del consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Robert O’Brien O’Brien. O’Brien advirtió de que Estados Unidos podría imponer sanciones a China si el régimen de Xi Jinping fuerza la implantación en Hong Kong de esa polémica ley.
China tiene dos piedras en sus zapatos. Una grande, emocional, territorial y políticamente hablando, que es Taiwán, símbolo de la China que Mao y el Partido Comunista Chino no pudo derrotar nunca; y otra más pequeña, Hong Kong, cuya sociedad ha demostrado a Pekín una fortaleza que no se esperaba. De hecho, las primeras reacciones al nuevo proyecto autoritario chino presagian nuevas turbulencias y un nuevo reto para el régimen chino. Pero, de momento, y su mira desde cierta distancia, puede dar la sensación de que China actúa como si la crisis sanitaria haya sido una leve incidencia quede aprovechar en su favor. Casi como si no hubiera pasado nada.