Durante el coloquio que cerró la jornada ¿Planeta China?, uno de los asistentes planteó si las críticas occidentales a la República Popular no eran fruto de la envidia, porque había dado con un régimen más eficiente que nuestras democracias. La pregunta trasluce una admiración por las dictaduras que muchos ingenuos creían erradicada tras la caída del Muro de Berlín, pero que rebrota periódicamente y que hasta tiene nombre: la seducción de Siracusa.
La expresión la acuñó Mark Lilla y hace referencia al intento de instaurar un gobierno de reyes filósofos en la Siracusa de Dionisio el Joven. Animado por un antiguo alumno de su Academia, Platón se desplazó a la isla para comprobar si el tirano era una especie distinta de mandatario, dispuesto a constreñir su poder a los límites de la razón y la justicia. El experimento fue un fracaso y, aunque Platón renunció en cuanto se dio cuenta de que su contratación había sido una mera operación de imagen, el episodio ha quedado para la posteridad como el primer ejemplo documentado de la fascinación que los déspotas ejercen en los intelectuales.
La historia reciente de Europa está llena de eminentes figuras que, a diferencia de Platón, no tuvieron inconveniente en servir a modernos Dionisios. “Sus historias son infames”, escribe Lilla: “Martin Heidegger y Carl Schmitt en la Alemania nazi; Georgy Lukács en Hungría; quizá algún otro. Muchos, sin correr grandes riesgos, se adhirieron a los partidos fascista y comunista a ambos lados del Muro de Berlín […]. Un número sorprendentemente alto peregrinó a las nuevas Siracusas: Moscú, Berlín, Hanói o La Habana. Como observadores, coreografiaban cuidadosamente sus viajes […], siempre con billete de ida y vuelta”, y nos transmitían su rendida admiración por las granjas colectivas, las fábricas de tractores, las plantaciones de caña de azúcar o las escuelas, “aunque por una u otra razón nunca visitaban las cárceles”.
Como ahora ocurre con los propagandistas de la Venezuela de Maduro, este tipo de pensador visita Siracusa sobre todo con la imaginación, confortablemente parapetado tras el escritorio de la Complutense o el chalet de Galapagar, mientras despliega sus “interesantes y a veces brillantes teorías” para justificar los sufrimientos de personas a las que nunca mirará a los ojos. ¿En qué momento se volvió aceptable argumentar que el despotismo es “algo bueno, incluso hermoso”?
En su ensayo, Lilla repasa distintas explicaciones. Isaiah Berlin responsabiliza a la Ilustración. Los philosophes estaban convencidos de que los problemas sociales, como los físicos y los matemáticos, tenían una y solo una solución, y sus émulos de los siglos XIX y XX se dedicaron a encajar la realidad a martillazos en ella. Jacob Telman opina, por el contrario, que el fanatismo comunista o fascista poco tiene que ver con la razón y es más bien fruto de la conversión de la ideología en una nueva religión.
Raymond Aron, por su parte, culpa a la arrogancia de los académicos, que, a raíz del escándalo Dreyfus, abandonaron su ámbito natural (la investigación) para enseñar a sus ignaros compatriotas cómo debían gobernarse. Pero Jürgen Habermas advierte, con no poco fundamento, que eso pudo ser verdad en Francia, pero que en Alemania pasó lo contrario: la retirada de los académicos a su torre de marfil facilitó el auge de Hitler.
Después de esta recapitulación, Lilla ofrece su propia tesis y observa que lo más llamativo de Dionisio es que era un filósofo. Como enseña Platón, la curiosidad supone la superación de la condición animal y se concreta en un ansia por “procrear en lo bello” que lleva a unos a convertirse en poetas y a otros a interesarse por “el buen orden de ciudades y familias”. Es un impulso loable, pero que requiere, como todos, templanza. “El filósofo”, dice Lilla, “conoce la locura del amor, del amor a la sabiduría, pero no puede entregarle su alma; siempre conserva el control”.
Por desgracia, ese no es siempre el caso. Muchos intelectuales se lanzan a la arena “abrasados por las ideas”. “Se consideran a sí mismos independientes, cuando en realidad se dejan llevar como borregos por sus demonios interiores”. En eso consiste la seducción de Siracusa: en una inercia que te arrastra detrás de algún ideal.
Resistir esa atracción no es fácil. Las promesas brillantes de la utopía contrastan con el espectáculo gris de nuestras democracias imperfectas, sujetas a crisis recurrentes e incapaces de alcanzar un equilibrio aceptable para todos. Vivimos en una añoranza constante del “buen orden de ciudades y familias” y esa ansiedad nos hace vulnerables a los encantos de cualquier desaprensivo.
No es envidia lo que el éxito de China nos inspira a sus críticos. Es más bien miedo.