Trump no es ningún intelectual. Parece más bien persona de corazonadas. El conocimiento no es para él una actividad meramente racional. Las verdades que importan no se alcanzan solo con la cabeza, tras una fría contrastación de argumentos. Se sienten también con todo el cuerpo, a menudo a pesar de los argumentos, como él siente la amenaza de China. Desde que llegó a la Casa Blanca, los expertos han procurado tranquilizarlo. Le han asegurado que no era para tanto y le han aportado datos, tablas y gráficos que revelan lo bien que le ha ido a Estados Unidos: sí, se ha perdido tejido industrial, pero las familias disponen de bienes más baratos y a las empresas se les ha abierto un mercado inmenso. Todos los presidentes pasan por un proceso educativo similar, en el que los expertos van purgando su visión. Pero esta vez ha sido la visión la que ha purgado a los expertos hasta que ha quedado uno. Se llama Peter Navarro.
“Hace 20 años”, cuenta la periodista Molly Ball en Time, “Navarro era un liberal que admiraba a Hillary Clinton, abogaba por subir los impuestos a los ricos y se había presentado como cabeza del Partido Demócrata a cuatro elecciones”. Su concepto de los republicanos no podía ser más lamentable: eran un hatajo de “bufones, sociópatas y radicales”, cuya credo consistía en “reformar los impuestos para enriquecer aún más a los ricos” y “destrozar el ambiente bajo la falsa bandera del progreso”.
Ahora Navarro es el principal asesor de un presidente republicano. “Trump quiere adoptar medidas proteccionistas”, dice en la revista un prominente conservador, “y cuando prácticamente todo el mundo en la habitación le dice: ‘No podemos hacerlo, nos vamos a cargar la economía’, él replica: ‘¿Dónde está mi Peter? ¿Qué opina Peter?”
“Si hiciera una lista con los 100 primeros economistas del mundo, Peter Navarro no figuraría en ella”, añade el catedrático de Harvard Greg Mankiw. No deduzcan de este comentario malévolo que Navarro es un indocumentado. John Major decía que él había querido ser asesor, pero que no sabía lo suficiente y tuvo que hacerse primer ministro. A Navarro le pasó al revés: sabía un montón y, como recuerda un consultor que trabajó para él, “tenía razón la mayoría de las veces. Pero”, sentencia a continuación, “era un gilipollas”.
Sus orígenes fueron muy modestos. Se crio con su madre, secretaria, después de que esta se divorciara de su padre, músico. Estudió becado en Tufts y, tras doctorarse en Harvard, publicó un primer libro en el que criticaba vehementemente el proteccionismo porque perjudicaba a los consumidores, ponía en peligro la estabilidad mundial y podía sumir al planeta en “una espiral imparable”. Aunque su identidad ideológica tardó en decantarse (fue sucesivamente republicano, independiente y demócrata), a principios de los 90 ya estaba decididamente comprometido con la formación del burro y, dentro de sus filas, optó a varios cargos, sin fortuna. Su último intento fue un escaño en la Casa de Representantes. En aquella ocasión recibió el apoyo personal de Al Gore y los Clinton, pero no fue suficiente y la derrota lo dejó arruinado, amargado y solo. Sin dinero, sin amigos, sin mujer, se refugió en la academia y fue entonces cuando su vigorosa fe en la libertad de intercambio comenzó a enfriarse. “Vio cómo sus alumnos”, escribe Ball, “se quedaban sin empleo a pesar de su excelente preparación y concluyó que las prácticas mercantiles de Pekín ponían a los estadounidenses en una situación de desventaja”.
Entre 2006 y 2011 publicó tres libros: The Coming China Wars (Las guerras que vienen con China), Death by China (Muerte por China) y Crouching Tiger (El tigre agazapado). La reportera de Time observa malévola que únicamente cuando se hizo un documental a partir de ellos reparó Trump en su existencia y lo fichó.
Al principio, Navarro se encontró con un presidente secuestrado tras una colosal barrera de defensores del libre comercio y su influencia fue limitada. “Durante mucho tiempo”, cuenta un antiguo funcionario de la Secretaría del Tesoro, “lo tuvieron metido en un armario donde no podía hacer mucho daño. Pero cuando Gary [Cohn] dimitió, dejó un boquete por el que se coló”.
Navarro sabe que su posición carece de amplios apoyos en el mundo académico, pero no se desanima. Tiene el de sus compatriotas. En un sondeo de 2016, el 68% de los estadounidenses confesaron que preferían que en su comunidad hubiera una fábrica nacional que creara 1.000 puestos de trabajo a otra china que creara 2.000.
Para ellos, como para Trump, las verdades que importan no se alcanzan solo con la cabeza, tras una fría contrastación de argumentos.