Estados Unidos quiere que China ejerza su influencia en Oriente Próximo (apoyo financiero a Irán, inversiones en Arabia e Israel, proyectos en Jordania, acuerdos comerciales con Turquía) para que evite nuevos ataques terroristas contra Israel y aliente una disposición de Israel a aliviar la presión sobre Gaza.
Biden, bajo en popularidad en su propio país, en medio de un momento de extrema tensión internacional con muchos frentes abiertos, trata de ejercer liderazgo en un escenario en el que pocos más los pueden ejercer. EEUU tiene autoridad moral e histórica, capacidades militares, económicas y tecnológicas suficientes y muchos aliados, pero aún así necesita apoyos entre quienes si sitúan al otro lado y tienden a comprender los crímenes terroristas cuando se ejecutan contra Occidente y sus valores y debilitan al adversario preferido: EEUU.
Biden calcula que la incertidumbre internacional, el frenazo de Rusia en Ucrania y la propia crisis interna china pueden mover a Pekín y a su tradicional pragmatismo a actuar tratando de calmar las aguas.
El dilema chino ante la crisis entre Israel y el islamismo terrorista no es fácil de resolver; son demasiados los factores en juego y unas claves emocionales, políticas, religiosas e históricas alejadas de los conceptos chinos de gestionar las crisis. Pekín está en un mundo ideológico que le une al discurso de la izquierda radical y a la obsesión anti EEUU también compartida por parte de la extrema derecha. Y, a la vez, necesita un mundo más tranquilo donde la lucha contra los valores occidentales se hagan por cauces más suaves, minando las instituciones y, sobre todo, que permita seguir haciendo negocios y acumular capitales a costa de las sociedades abiertas y democráticas.
China se ve desplazada en estos momentos en las grandes crisis internacionales y necesita ejercer de segunda potencia mundial y aparecer en la foto de algún tipo de acuerdo en Oriente Próximo busca un espacio que ocupar que sea compatible con sus intereses actuales.
Y, además, tiene que aparecer como que Estados Unidos necesita a Pekín como aliando coyuntural sin dejar de ser el enemigo a batir y el causante de todos los males del mundo, un juego en el que ambas potencias juegan con sus propias cartas y, además, las llevan marcadas por si acaso.