Esta vez es el clima. Concretamente el cambio climático. La decisión de Estados Unidos de retirarse del Acuerdo de Paris para reducir elementos que potencian el aumento de las temperaturas globales ha sido hábilmente aprovechada por China para reforzar sus relaciones con Europa, presentarse como país respetuoso con el medio ambiente y seguir escalando puestos en el ranking de la influencia mundial.
La torpeza estratégica de Trump, que no puede desconocer que el acuerdo aún no está en vigor, que puede rectificarse y que Occidente exige a Estados Unidos una voluntad de liderazgo, es indiscutible. Y, sin embargo, en algunas cosas Trump y su equipo tienen razón: la apuesta por una supuesta energía limpia tiene tantos intereses y tan sucios o legítimos como la del petróleo; entre los gases que producen el efecto invernadero, los que provienen de la actividad humana no son los más importantes, y existe un debate científico, cuidadosamente silenciado, sobre el carácter de ciclo que podría tener la subida de temperaturas y no ser necesariamente un producto del capitalismo desalmado. Pero el presidente Trump no lo ha explicado así, sino como un compromiso con los trabajadores norteamericanos del carbón, una de las energías más contaminantes y productora de lluvia ácida y superada en limpieza y eficiencia por todas las demás.
La adhesión de China a los acuerdos internacionales es importante y necesaria, pero llena de un voluntarismo alejado la realidad. Hoy es el país más contaminado, depende mucho carbón y del petróleo y concederle espacios temporales de renovación, necesarios, supone ciertamente una ventaja competitiva frente a Estados Unidos, a quien se exige más cumplimiento en menos tiempo. El clima, con todas sus complejidades, es otro espacio de lucha estratégica que no debe perderse de vista.