En una democracia liberal, la hermenéutica parlamentaria se reduce a una simple operación aritmética: contar los congresistas que cada partido saca en unas elecciones transparentes y pacíficas. A partir de su número se sabe quién manda y cuánto manda, y puede también deducirse cómo pretende gobernar con un razonable grado de seguridad.
No sucede lo mismo en un régimen comunista. El poder no emana aquí de los congresistas. Son los congresistas los que emanan del poder, que se dilucida en un proceso opaco y a menudo violento, cuyo resultado se manifiesta en detalles que solo el ojo entrenado puede apreciar: la aparición (o desaparición) en los retratos oficiales, la preeminencia (o postergación) en los desfiles militares, la cantidad de mayúsculas (o de minúsculas) del cargo, etcétera.
A la luz de estas técnicas arcanas, los analistas coinciden en que Xi Jinping es el político chino más poderoso del último medio siglo. El elemento cabalístico decisivo es la incorporación a la Constitución de su “pensamiento”. “Es el primer líder vivo que menciona la Carta Magna desde Mao”, escribe The Economist. Ni Hu Jintao ni Jiang Zemin figuran, y la referencia a Deng Xiaopin y su “teoría” (término menos profundo e imponente que “pensamiento”) se incluyó a título póstumo.
¿Es esto una buena o una mala noticia? Es difícil saberlo. Las fuentes fiables de que disponemos (un cable diplomático filtrado por Wikileaks, testimonios dispersos) dibujan a Xi como un hombre astuto, consumido por la ambición. Hijo de un comunista de primera hora depurado durante la Revolución Cultural, se hizo “más rojo que el rojo” para sobrevivir. Tras licenciarse como oficial del Ejército, sirvió en diferentes destinos provinciales, procurando siempre ser “aburrido y olvidable”. Había comprobado cómo la franqueza arruinaba la vida a su padre, así que decidió mostrarse complaciente con la autoridad. “Nadie en su sano juicio hubiera dicho que el chico que alojé en mi casa llegaría a presidente, ni de China ni de ningún otro país”, comentó la estadounidense que lo acogió durante una feria agraria en su casa de Iowa. Este talante inofensivo y afable lo convirtió en el candidato de consenso cuando hubo que relevar a Hu Jintao.
Entonces se desató la bestia.
“Xi ha protagonizado dos cruzadas en casa”, escribe Carrie Gracie, “una para controlar el Partido y otra para controlar la web”.
Con el pretexto de acabar con la corrupción, ha tronchado la cabeza a miles de altos cargos y, con el propósito de preservar la “independencia [de China] como pueblo y nación”, ha levantado un cortafuegos en internet que podría dotar de un nuevo sentido la expresión “poner puertas al campo”.
En Occidente los expertos están divididos. Los pesimistas creen que el mundo se dirige hacia otra trampa de Tucídides y que, del mismo modo que la emergencia de Atenas arrastró a Esparta a la guerra del Peloponeso, la irrupción de China provocará tarde o temprano la colisión con Estados Unidos. La concentración en Xi de un poder formidable, sin apenas contrapesos, empeorará la calidad de sus decisiones porque, dice The Economist, “aumenta el riesgo de que sus subordinados le cuenten únicamente lo que estimen que quiere oír”. Hay precedentes. Durante el Gran Salto Adelante, millones de campesinos morían de hambre mientras los gobernadores informaban a Mao de que la cosecha iba de cine y los graneros estaban a reventar.
Pero los optimistas alegan que Xi es consciente de que la base de su legitimidad es la prosperidad material y de que esta se desintegraría en caso de conflicto. Además, ahora que se ha deshecho de sus rivales, su “pensamiento”, que consagra la economía de mercado “con características chinas”, se desplegará en toda su plenitud, derramando sus bondades por doquier gracias a la globalización.
La verdad probablemente se halle a mitad de camino entre estos dos escenarios. Y para anticiparla, habrá que seguir pendiente de esos detalles que solo el ojo entrenado puede apreciar: los retratos oficiales, los desfiles militares, el baile de mayúsculas…