Hacia 1900, la práctica totalidad de Asia estaba sujeta al poder militar, económico y tecnológico de las naciones europeas, pioneras en la carrera por la modernización. A principios del siglo XXI, resulta imposible para Europa recuperar la supremacía global, el control de la economía mundial o sostener sus pretensiones de superioridad cultural. Si el siglo XIX perteneció a Europa y el XX a Estados Unidos, muchos vaticinan que el XXI será el de Asia. El viejo cliché europeo de la decadencia terminal de Asia ha sido sustituido por un debate sobre el declive de Occidente.
El cierre de este ciclo histórico permite en realidad volver sobre lo que fue Eurasia durante siglos: un mismo espacio, interconectado económica y culturalmente. Las consecuencias de este hecho para el futuro atraen hoy la atención de gobiernos, estrategas y expertos en geopolítica. Pero es también la ocasión para recordar que Europa no se desarrolló aislada, sino que evolucionó a través de un intercambio cultural constante con Asia que sólo desapareció en el siglo XIX, una vez que “Europa” y “Asia” emergieron como conceptos antitéticos, separados por una barrera infranqueable. Una nueva generación de historiadores ha redescubierto el alcance de aquellos contactos, cuando Asia—aproximadamente entre 1750 y 1820—, era una presencia diaria y tangible en la vida de los europeos.
El encuentro de misioneros, estudiosos, lingüistas, diplomáticos y comerciantes con las sociedades asiáticas durante la Ilustración es el objeto de un fascinante libro del historiador alemán Jürgen Osterhammel: “Unfabling the East: The Enlightment’s Encounter with Asia” (Princeton University Press, 2018). Lejos de ver un “otro” exótico, escribe el autor, los escritores de la época examinaron Asia con los mismos estándares racionales que aplicaban a las circunstancias políticas y sociales de Europa. Sólo a partir de mediados del siglo XIX se rompió esta convicción de igualdad entre ambas partes de Eurasia, cuando el equilibrio geopolítico y económico se inclinó hacia la mitad occidental. Nada simboliza tanto este giro como la afirmación de Hegel en 1822, en sus lecciones sobre filosofía de la Historia universal, que la importancia de las civilizaciones asiáticas remitía al pasado.
Quizá la pasión de Leibniz y Voltaire por China sea conocida, pero Osterhammel recuerda docenas de figuras sin las cuales no podría entenderse este periodo, como el alemán Engelbert Kaempfer (quien escribió sobre Irán y Japón), el británico William Jones (jurista apasionado de las tradiciones artísticas y literarias indias), el juez italiano Giovanni Francesco Gemelli Careri (autor de la quizá primera “Vuelta al Mundo”, 1699-1700), el diplomático francés Simon de La Loubère (que escribió sobre Siam), por no hablar de los escritos de los jesuitas desde China, India o Vietnam, o de los relatos de tantos otros viajeros.
Asia no volvería a tener con posterioridad este mismo protagonismo en las percepciones europeas. Es más—y éste es uno de esos innumerables descubrimientos desenterrados por el libro—, fue un geógrafo asesor del zar, Vassily Nikitich Tatischev, quien fijaría los Urales como línea de demarcación entre Europa y Asia. Los horizontes intelectuales europeos comenzaron a estrecharse en consonancia con los prejuicios, la arrogancia, y las preferencias culturales del imperialismo. Dos siglos más tarde—así lo viven los asiáticos, pero no aún los europeos—, esa subordinación propia de un eurocentrismo excluyente se ha visto superada por los hechos, para regresar a una relación de igualdad en cierto modo comparable a la narrada en esta apasionante historia. (Foto: Soren Atmakuri Davidsen, Flickr.com)