El 22 de abril, cuatro militantes del grupo Lashkar-e-Tayyiba asesinaron a 26 turistas e hirieron gravemente a más de 20 en Pahalgam, un frecuentado destino de la provincia india de Cachemira. Los terroristas se aseguraron de la adscripción hinduista de las víctimas antes de ejecutarlas. Ha sido el ataque más grave en el territorio desde 2019, cuando un suicida causó la muerte de 40 policías indios en Pulwama, pero el mayor atentado contra civiles en el país desde los realizados por el mismo movimiento en Mumbai en 2008, que se saldó con 175 muertos.
Por si el mundo no estuviera ya sobrado de graves conflictos, se extiende el riesgo de una nueva confrontación entre India y Pakistán, dos potencias nucleares, además de la amenaza de un aumento de las tensiones entre musulmanes e hindúes en India, con patrones que vuelven a repetirse en una disputa estructural que no tiene solución. Cada vez que Pakistán atraviesa momentos de inestabilidad y los militares creen perder apoyo popular, resurge la estrategia asimétrica contra el Estado vecino en forma de terrorismo transfronterizo. Islamabad ha negado naturalmente toda relación con los hechos aunque, sólo unos días antes, el general Asim Munir, jefe del ejército, reiteró la permanencia de la lucha contra la ocupación india de Cachemira, espacio que describió como “la vena yugular” de Pakistán.
Las características del ataque y el número de víctimas incrementan asimismo la presión interna sobre el primer ministro indio, tanto desde el Parlamento (donde la oposición critica los fallos del aparato de seguridad) como desde la opinión pública. De manera inmediata, Narendra Modi decidió suspender el tratado que permite compartir el agua del río Indo—sin la que difícilmente puede sobrevivir la agricultura paquistaní—, cerrar la frontera, y expulsar a diplomáticos paquistaníes. No puede descartarse una respuesta militar que, de producirse, será por supuesto objeto de represalias por parte de Islamabad. El conflicto entra así en una nueva y peligrosa fase dadas sus ramificaciones.
Además de volver a situar a Cachemira en el punto de mira internacional (evitarlo ha sido un objetivo prioritario de Modi desde que India presume de su estatus global), el atentado también puede interpretarse como un fracaso de la política de Modi hacia la provincia, cuya autonomía abolió en agosto de 2019 para gestionarla directamente desde el gobierno central. Todo hace pensar que los terroristas también quisieron neutralizar la visita a Delhi del vicepresidente norteamericano, J. D. Vance (acompañado por su mujer, de origen indio), el día anterior al ataque. Su viaje formaba parte de los esfuerzos de la Casa Blanca dirigidos a reforzar las relaciones estratégicas y económicas con una nación que, como Estados Unidos, considera China como su principal adversario. Modi fue uno de los primeros líderes extranjeros en reunirse con Trump tras su segunda toma de posesión y, en su visita a Washington en febrero, se comprometió a liberalizar su comercio con Estados Unidos.
Se desconoce cómo responderá Trump a la nueva escalada en Asia meridional. La situación económica y política en que se encuentra Pakistán se ha agravado notablemente desde su primer mandato, y poco parece aportar hoy este país a los intereses norteamericanos. El acercamiento a India no asegura, sin embargo, su disposición a intervenir para frenar la hostilidad entre los dos Estados. Por el contrario, como indicó en su vuelo camino de Roma para asistir al funeral del papa Francisco, ambos han estado luchando por Cachemira “durante mil años” y las tensiones en la frontera se han acumulado “durante 1.500 años”. La imprecisión histórica del presidente de Estados Unidos no le preocupa a Delhi; le tranquiliza al menos que coincida con su posición, siempre contraria a la mediación de terceros.