Con la llegada de un nuevo presidente de Estados Unidos, no se harán esperar los ajustes en la relación con China. Durante la campaña electoral, Biden evitó entrar en detalle en la cuestión: básicamente se limitó a indicar que la República Popular es un competidor más que una amenaza, y que representa un desafío que Estados Unidos puede afrontar y ganar. Las profundas diferencias entre los votantes del Partido Demócrata sobre cómo responder al problema de China pueden explicar la indefinición de Biden como candidato. Instalado en la Casa Blanca, ya no puede permitirse ese distanciamiento.
Los primeros indicios de lo que piensa su equipo han empezado a conocerse. En su comparecencia en el Senado la semana pasada para su confirmación como próximo secretario de Estado, Antony Blinken dijo coincidir con las premisas de la política china de la administración Trump, pero no con sus métodos. Esto significa, en otras palabras, que resulta necesaria una estrategia industrial y tecnológica que permita reforzar la competitividad norteamericana; una política económica más sofisticada que no dependa tan sólo de tarifas y sanciones; y la reconstrucción de alianzas para contar con una coalición más amplia que condicione los movimientos chinos. Pero ¿qué ocurre si esas premisas no son del todo correctas, y el cambio de métodos encuentra sus propios obstáculos?
En el terreno económico, el nivel de interdependencia entre los dos actores y la virtual imposibilidad de un “decoupling” imponen a Biden la necesidad de un acercamiento a Pekín. Pese a las medidas de Trump, el déficit comercial de Estados Unidos con China al terminar su administración era el mismo que en 2016 (345.000 millones de dólares), bajo el mandato de Obama. Y quienes más se han visto perjudicados han sido los trabajadores (300.000 empleos menos) y exportadores norteamericanos (que han visto caer en picado sus ventas al mercado chino). Mientras Estados Unidos lidia con las consecuencias de la pandemia, la economía china está creciendo a un ritmo superior que antes del contagio. Y las sanciones de Trump han acelerado por lo demás los esfuerzos chinos dirigidos a corregir su dependencia de Estados Unidos y dar un salto cualitativo en el liderazgo de nuevas tecnologías, a la vez que ha cerrado acuerdos comerciales de gran alcance con sus vecinos asiáticos (el RCEP) y con la Unión Europea (el CAI).
La principal dificultad de Biden es la divergencia en las opciones de cada uno de los dos gigantes. Mientras China aparece como defensora del libre comercio, y continúa avanzando en la consolidación de una posición central en la economía global, Biden tiene un reducido margen de maniobra para evitar un mayor aislamiento de Estados Unidos. La hostilidad del Congreso y de la opinión pública norteamericana hacia estas cuestiones—como hacia la globalización en general—, condiciona prioridades estratégicas como el regreso al TPP. El dilema se agrava porque no es sólo un problema en las relaciones bilaterales: afecta asimismo a los vínculos de Washington con sus aliados. Tanto en Asia como en el Viejo Continente, Pekín es visto como un socio indispensable a largo plazo. Un estudio del European Council on Foreign Relations que se acaba de publicar revela que, para la mayor parte de los europeos (el 79 por cien, en el caso de los españoles), la economía china será más importante que la norteamericana en diez años. El compromiso de Biden de trabajar con los aliados puede verse obstaculizado, por tanto, al no existir siempre una coincidencia de intereses.
Algo similar ocurre en la esfera de defensa. La rápida modernización militar china ha reducido la superioridad de Estados Unidos en el Pacífico occidental, y aumentado el desequilibrio entre las capacidades chinas y las de sus vecinos. El escenario fiscal norteamericano, en un contexto en el que hay que atender prioridades internas—de las infraestructuras a la sanidad, de la educación a la desigualdad—será prácticamente imposible un aumento de los gastos de defensa. Pero tampoco un objetivo de liderazgo militar respondería al actual terreno de juego, de naturaleza fundamentalmente geoeconómica. Ni puede dar Washington por descontado que sus socios vayan a alinearse abiertamente contra Pekín. La consecuencia de esta dinámica es un gradual deterioro de la credibilidad de las alianzas de Estados Unidos, y una percepción de inevitabilidad de la centralidad china.
Son dilemas todos ellos bien conocidos por Kurt Campbell, quien fue responsable de la política del “pivot” de Obama como secretario adjunto para Asia en el departamento de Estado, y acaba de ser nombrado para un cargo de nueva creación, el de coordinador para el Indo-Pacífico, en la Casa Blanca. No le va a faltar trabajo, pues la transición de una a otra administración no puede suponer un mero cálculo de más o menos “decoupling” de China. Se trata de reconceptualizar de manera integral la relación con Pekín; un desafío en nada comparable a otros retos anteriores experimentados por Estados Unidos desde su irrupción como gran potencia a finales del siglo XIX.