La guerra de Ucrania y las sanciones impuestas a Rusia han incrementado la importancia económica y geopolítica de Asia central para las potencias vecinas. Así quedó de manifiesto en el tercer foro C+C5 (integrado por China y las cinco repúblicas centroasiáticas), celebrado en Kazajstán el pasado mes de junio. Los participantes acordaron un plan de acción de diez puntos que aspira, entre otros objetivos, a avanzar en la interconectividad regional (impulsando en particular la conexión ferroviaria China-Kirguistán-Uzbekistán), reducir el uso del dólar, y fortalecer la cooperación en la lucha antiterrorista y con respecto a Afganistán. En lo que supone un reconocimiento de la mayor relevancia de la región para los intereses chinos, el ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, anunció que, a partir de su próxima reunión, el foro se eleva a nivel de jefes de Estado.
Como América Latina, África y Oriente Próximo, Asia central forma parte de ese mundo emergente al que la República Popular parece recurrir como un colchón con el que amortiguar la presión estratégica que representa Estados Unidos, y como instrumento para la construcción del orden multipolar que desea. Si realmente existe un plan estratégico tan claro por parte china, es algo discutido, sin embargo, entre los observadores.
Dos autorizados expertos niegan que ese sea el caso en Asia central. Según escriben Raffaello Pantucci y Alexandros Petersen en un reciente libro (Sinostan: China’s inadvertent empire, Oxford University Press, 2022), son básicamente los intereses derivados de sus imperativos internos los que determinan el papel de la República Popular en la zona. Los recursos naturales que necesita para su economía y sus preocupaciones de seguridad, muy especialmente en relación con Xinjiang, constituyen las dos grandes prioridades que guían la interacción entre China y las naciones centroasiáticas. Esas necesidades han conducido a una creciente presencia china, pero sin que Pekín—señalan—haya valorado todas sus consecuencias. Su visión sobre el futuro de Asia central estaría todavía por definir.
Basado en el trabajo realizado durante años por los autores en esta parte del mundo (Petersen murió en un atentado en Afganistán en 2014), el libro tiene la virtud de no limitarse a la reflexión académica. Más allá del análisis convencional de intercambios comerciales, inversiones y maniobras geopolíticas, son las historias y entrevistas personales sobre el terreno las que ofrecen una mejor comprensión de los movimientos de las grandes potencias en el corazón de Eurasia. Es un libro útil asimismo para entender la relación de Pekín con Rusia. Pese a su actual convergencia frente a Occidente, Moscú ve con escasas simpatías el rápido aumento del peso económico de China en su vecindad, así como su pérdida de control en la Organización de Cooperación de Shanghai. Una Rusia debilitada—y unos Estados Unidos ausentes de la región—benefician a priori a la República Popular, aunque también tiene que gestionar un escenario más complejo.
La invasión de Ucrania ha introducido, en efecto, nuevas variables. La República Popular debe ahora navegar entre su apoyo a Putin y su acercamiento a unos países que quieren distanciarse de Moscú. La caída de la economía rusa está hundiendo las estimaciones de crecimiento en Asia central, mientras que las consecuencias políticas de la guerra hacen de China un socio más atractivo. Los hechos empujan por su parte a Pekín a reajustar su conceptualización de la región en el marco de su rivalidad geopolítica con las democracias occidentales. Esta es probablemente una de las principales señales lanzada por la cumbre del C+C5, cuyo comunicado final también incluyó la promoción de la Iniciativa de Seguridad Global de Xi Jinping, la propuesta anunciada por el presidente chino en abril como estructura alternativa a las alianzas de Estados Unidos.