Uno de los más evidentes efectos geopolíticos del coronavirus está siendo la rápida reacción china dirigida a ocupar el vacío creado por los errores de Estados Unidos. Frente a la falta de cooperación norteamericana, Pekín intenta situarse como el líder global de la respuesta a la pandemia, proporcionando ayuda a otros países y haciendo hincapié en la eficacia de sus medidas. El movimiento no deja de ser atrevido: la epidemia tuvo su origen en la República Popular, y los intentos de las autoridades por ocultarla en un primer momento contribuyó a extenderla. Pero su gobierno entiende que el contraste entre su actitud y la de Washington puede acelerar el desenlace de la competición por el liderazgo mundial en el siglo XXI.
Puede ser, no obstante, una conclusión prematura. El cambio en la distribución global de poder es estructural y antecede al coronavirus. Sin embargo, nada asegura que la pandemia no vaya a alterar el curso esperado de los acontecimientos. ¿No cambiaría la posición de Estados Unidos si Biden sustituyera a Trump como presidente? ¿No tendrán consecuencias políticas en China los efectos económicos de la crisis? Por lo demás, contra las anticipadas expectativas de un auge nacionalista y del fin de la globalización, ¿puede descartarse una nueva etapa de cooperación global? No es una perspectiva descabellada si se tiene en cuenta lo poco que pueden ofrecer el hipernacionalismo y los populismos identitarios frente a amenazas como otro virus futuro, el cambio climático o la anarquía de un ciberespacio no regulado.
China es un claro ejemplo de la necesidad de ese enfoque global. Por mucho que se esfuerce por influir en crear una narrativa a su favor sobre la pandemia, su impaciencia puede resultar contraproducente. Con independencia de la errónea retórica hostil de la Casa Blanca hacia la República Popular, la confrontación en sus relaciones con Estados Unidos—agravada estos días con la expulsión del país de una docena de periodistas del New York Times, el Wall Street Journal, y el Washington Post—quizá no sea el camino más acertado cuando el coronavirus puede haber trastocado en gran medida sus ambiciones.
Los líderes chinos confiaban en poder anunciar este año la duplicación de su PIB durante la última década, y acercarse así a los objetivos marcados para la conmemoración, en 2021, del centenario de la fundación del Partido Comunista, y la celebración—un año después—de su XX Congreso. Aunque las drásticas medidas adoptadas por el gobierno han permitido controlar la epidemia antes de lo esperado, el daño económico es considerable. Los datos de enero y febrero confirman que la producción industrial cayó un 13,5 por cien, las inversiones fijas de capital un 24,5 por cien, y las ventas al por menor un 20,5 por cien: los peores datos desde la muerte de Mao en 1976. El confinamiento ha impedido a centenares de millones de trabajadores volver a su ocupación, así como el suministro regular de materias primas y componentes, complicando para la industria la recuperación de su capacidad. Aun con un recorte de los tipos de interés y la adopción de un paquete de estímulos—sobre cuya posibilidad no hay acuerdo entre los expertos dado el alto nivel de deuda china—, las estimaciones de crecimiento del PIB para 2020 oscilan entre el uno por cien y el cuatro por cien, frente al seis por cien en que confiaban las autoridades. La situación es muy diferente, por tanto, de la crisis del SARS, en 2002-2003, cuando China compensó sus pérdidas aprovechando la fuerte demanda de los consumidores en Occidente; y distinta también de la crisis financiera global de 2008, durante la cual—al contrario que Estados Unidos y Europa—la República Popular mantuvo un alto crecimiento. Esta vez resultará mucho más difícil para Pekín encontrar compradores occidentales, y tampoco los mercados emergentes pueden sustituirlos. La recuperación de las cadenas de valor y del crecimiento mundial—condiciones necesarias para restaurar a su vez el crecimiento interno chino—, no pueden producirse en consecuencia al margen de la interconectividad de la que depende la economía global. Pekín intenta convertir esta crisis de salud pública en una oportunidad geopolítica para promover su influencia, pero necesita a Occidente—como éste a la República Popular—para no verse arrastrados mutuamente al precipicio.