La estrecha relación que mantienen Rusia y China ha sido uno de los temas discutidos en la reciente cumbre de la OTAN en Lituania. La guerra de Ucrania ha sido un momento decisivo en la asociación entre ambos países, y Pekín ha demostrado que está dispuesto a asumir el coste diplomático que supone apoyar a Moscú en su política de agresión. El presidente Xi Jinping puede haberse arrepentido de tanta cercanía a Vladimir Putin, al tener que afrontar dificultades que no existían antes del 24 de febrero del pasado año. Pero Rusia es demasiado importante para China como para arriesgarse a perderla. La estabilidad en la frontera continental, sus recursos energéticos y su asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU son ventajas a las que la República Popular no puede renunciar.
Es cierto, sin embargo, que el ritmo de los acontecimientos no lo marcan sólo Putin y Xi, como demostró el motín en junio de Yevgeny Prigozhin, el líder del grupo Wagner. Por otro lado, pese a la aparente sintonía entre ambos gobiernos, tampoco puede decirse que la transparencia sea una característica que impregne su relación. Comparten intereses, desde luego, y ninguno tan importante como la ambición de erosionar el peso global de Estados Unidos y de Occidente. Pero sus perspectivas sobre la economía mundial no pueden ser más diferentes, como tampoco coinciden en las bases de un orden internacional alternativo. La concepción jerárquica de las cosas propia de la cultura china, y la disparidad de poder entre las dos potencias, permiten dudar de que Pekín vaya a tratar a Moscú como un igual.
Una mirada a la historia revela cómo los hoy socios han pasado por largas etapas de enfrentamiento y división que han dejado un legado de mutua desconfianza. Los interesados pueden encontrar un detallado examen de esa evolución en un reciente libro de Philip Snow (China and Russia: Four Centuries of Conflict and Concord, Yale University Press, 2023), en el que el conocido historiador británico resume varias décadas de estudio sobre la cuestión.
El análisis de Snow comienza con el tratado de Nerchinsky, el primero firmado por Pekín con una potencia extranjera, que en 1689 estableció un acuerdo de no agresión entre las partes, aunque las grandes regiones fronterizas (Xinjiang, Mongolia y Manchuria) no dejaron de ser fuente permanente de tensión. Ese equilibrio se rompió a mediados del siglo XIX cuando, tras la derrota en la guerra de Crimea, Rusia optó por su expansion territorial hacia Oriente y adquirió una superioridad militar, política y económica sobre China que se mantendría durante siglo y medio. En 1900, mientras la dinastía Qing hacía frente a la rebelión de los boxer, Rusia invadió y ocupó Manchuria, pero sus pretensiones anexionistas fueron neutralizadas al perder la guerra con Japón en 1905-1905. Esta nueva derrota no puso fin, sin embargo, a una política expansionista, que se dirigió entonces hacia Mongolia Exterior: aprovechando la debilidad del gobierno chino tras la caída de la monarquía, en 1915 impuso un tratado por el que se reconocía la autonomía del territorio (aunque bajo la nominal soberanía de Pekín), lo que ocasionó un profundo sentimiento antirruso entre los nacionalistas chinos.
La caída de los zares y el hundimiento del poder ruso en Extremo Oriente permitió a China reorientar la relación a su favor, mientras el nuevo régimen soviético se ofreció para hacer un frente común contra las potencias imperialistas. Más tarde, Stalin decidió apoyar a las fuerzas del Kuomintang de Chiang Kai-shek contra Japón, origen de la difícil relación que mantendría con Mao Tse-tung tras la victoria comunista en 1949. Tampoco Nikita Khrushchev se ganó el respeto del Gran Timonel. A partir de finales de los años cincuenta, Pekín se esforzó por marcar su independencia de Moscú y, en 1969, ambos se enfrentaron militarmente en la frontera. El entonces líder soviético, Leónidas Brezhnev, estableció una política de contención de China, mientras Pekín puso en marcha su acercamiento diplomático a Estados Unidos. La rivalidad sólo concluyó a finales de la década de los ochenta, cuando un nuevo líder soviético, Mijail Gorbachev, aceptó las condiciones exigidas por Deng Xiaoping (el sucesor de Mao) para la normalización: el fin del apoyo de Moscú a la ocupación vietnamita de Camboya; la conclusión de su presencia militar en Afganistán; y la desmilitarización de la frontera.
La implosión de la URSS condujo a una nueva etapa, primero bajo Yeltsin y posteriormente bajo Putin, caracterizada por la estabilidad política, pero también por una gradual redistribución de capacidades: el PIB de China es hoy diez veces mayor que el de Rusia; es Moscú la interesada en comprar armamento chino, y no al revés como ocurría a principios de siglo; y es Pekín quien se ha convertido en el primer socio económico de las repúblicas centroasiáticas.
El pasado de la relación no determina cómo será en el futuro. Pero como indica Snow, ofrece algunas lecciones de interés. La primera es que, cuanto mayor ha sido el diferencial de poder entre los dos países, mayor ha sido la tensión entre ambos. La segunda es que contar con un enemigo común—Japón en el pasado, Estados Unidos en la actualidad—ha sido un poderoso elemento de unión. Por último, la necesidad de compartir el continente euroasiático les obliga al entendimiento pese a las profundas diferencias entre sus sociedades y culturas.