El departamento de Defensa de Estados Unidos estima que China tendrá más de 1.000 cabezas nucleares antes de 2030, y más de 1.500 hacia 2035. El crecimiento del arsenal nuclear de Pekín (desde las 440 cabezas actuales) ha atraído la atención no sólo por la rapidez con que va a producirse, sino también porque obliga a preguntarse por sus motivaciones y consecuencias. Desde que realizó el primer ensayo de una bomba atómica en 1964, China ha mantenido una política de disuasión mínima, al rechazar oficialmente el “primer uso” del arma nuclear: sólo necesitaba contar con la capacidad suficiente para responder a un ataque. ¿Ha decidido entonces cambiar la posición mantenida durante décadas?
Desde una perspectiva global, el programa de modernización nuclear chino implicará la existencia de tres superpotencias nucleares hacia mediados de los años treinta. Aunque los efectos de este hecho para la seguridad internacional, agravados si cabe por las ambiciones revisionistas compartidas de Rusia y China, no se han valorado aún debidamente, los expertos discuten entretanto sobre las posibles intenciones de Pekín. Para unos, se trata de una respuesta a los avances realizados por Estados Unidos en defensa antimisiles, después de que la administración Bush decidiera abandonar en 2002 el tratado sobre misiles antibalísticos (ABM) que limitaba los sistemas basados en tierra. Otros creen que el presidente chino, Xi Jinping, busca prevenir que Estados Unidos recurra a la presión nuclear para evitar a su vez que la República Popular use la fuerza militar contra Taiwán, mediante la creación de una situación de “mutua vulnerabilidad”.
Se impondría de este modo la conclusión de que el riesgo que se deriva del aumento del arsenal chino no es el de una guerra nuclear entre ambas potencias, sino el de una guerra convencional en Asia en la que China podría utilizar sus misiles sin temor a una escalada nuclear por parte de Washington. Neutralizar una amenaza norteamericana de esta naturaleza con respecto a Taiwán sería, no obstante, sólo una parte de la ecuación; no menos relevante resultarían las consecuencias para el equilibrio de poder regional.
Puesto que China se encontraría en cualquier caso lejos de una paridad cuantitativa con el arsenal norteamericano (y con el ruso), sus objetivos parecen ser más bien de orden cualitativo, ligados a sus cálculos geopolíticos y no a meras consideraciones militares. Como escribían hace unos días Kyle Balzer y Dan Blumenthal en Foreign Affairs, la ambición china de situarse en el centro de una Eurasia integrada exige, primero, asegurar su dominio del Pacífico occidental, donde está expuesta a Estados Unidos y sus socios. Si las pretensiones de Pekín consisten en extender su hegemonía regional y erosionar las alianzas de Washington, su plan de modernización nuclear cambiará la percepción de dichos aliados sobre el equilibrio estratégico asiático. Una vez que China cuente con la capacidad de actuar con precisión sobre el territorio norteamericano, podría, en efecto, aumentar la presión sobre los países de su periferia marítima, confiando en que no habría una respuesta de la Casa Blanca.
El problema es que, al poner a prueba la credibilidad de los compromisos de seguridad de Washington, Japón y Corea del Sur podrían, en vez de asumir la preeminencia regional de la República Popular, optar por el desarrollo de sus propias capacidades nucleares, creando una nueva espiral de incertidumbre. La irrupción de China como superpotencia nuclear complicará, por tanto, la gestión de la estabilidad estratégica global, además de introducir una variable apenas contemplada hasta la fecha con respecto a la evolución de la dinámica geopolítica asiática.