Al cumplirse un año de la invasión rusa de Ucrania, China ha querido presentarse como mediador neutral ofreciendo un plan de paz para acabar con la guerra. La propuesta, anunciada por el presidente Xi el 24 de febrero, reclama un inmediato alto el fuego y el fin del envío de armas por parte de actores externos a Ucrania y Rusia. China no exige, sin embargo, la retirada rusa como requisito previo para las negociaciones, por lo que el plan carece de toda viabilidad.
¿Para qué sirve entonces su propuesta? ¿Y por qué la presenta en este momento, después de haber intentado mantenerse al margen del conflicto durante un año? Una posible respuesta es que China quiere transmitir una señal sobre su liderazgo diplomático como potencia responsable, lo que a su vez tiene un doble objetivo. Maniobrando para erosionar la unidad occidental, trataría, en primer lugar, de transmitir a los europeos la idea de que comparte sus mismos objetivos con respecto a la estabilidad en el Viejo Continente. Más relevante es, por otra parte, el mensaje que China lanza a las naciones emergentes, frente a las cuales se presenta como una potencia amante de la paz que ofrece una solución constructiva a sus necesidades, en contraste con el desorden causado por la mentalidad de guerra fría de Estados Unidos. No es casualidad por ello que, también la semana pasada, Pekín publicara un documento sobre los principios de su “Iniciativa de Seguridad Global”, anticipada por Xi la pasada primavera.
Más que los esfuerzos de propaganda, lo que realmente preocupa a Occidente es la posibilidad, en la que han coincidido en los últimos días un reportaje de Der Spiegel y el director de la CIA, de que China proporcione ayuda militar a Rusia. Es un escenario que abriría una nueva fase en la guerra, y también en las relaciones de las democracias liberales con la República Popular. A priori no tiene mucho sentido que Pekín quiera provocar una escalada que conduciría a graves sanciones y a un enfrentamiento directo con la OTAN, pero la cuestión de fondo tiene que ver con su percepción acerca de la evolución del conflicto y el impacto sobre sus intereses. A los estrategas chinos no les inquieta cuándo terminará la guerra sino cómo.
Una opinión muy extendida entre los analistas es que a China no le conviene la completa victoria de ninguna de las partes. Un triunfo de Ucrania reforzaría la posición de Estados Unidos y de Occidente, que podrían concentrar su atención en la rivalidad con China y prestar mayor apoyo a Taiwán. Al mismo tiempo, una Rusia derrotada podría verse forzada a llegar a algún tipo de entendimiento con el mundo euroatlántico, poniendo fin a su asociación con la República Popular. Otro efecto simultáneo de este resultado sería que tanto India como Japón podrían focalizar sus cálculos estratégicos hacia Pekín sin tener que preocuparse por la variable rusa. Un escenario de inestabilidad interna en Rusia o—en el caso más extremo—un cambio de régimen, sería, por añadir una última hipótesis, la peor de las pesadillas para Pekín. Por resumir, sería fundamental para China evitar una derrota rusa.
Pero tampoco una victoria decisiva de Moscú sería necesariamente favorable. El margen de maniobra chino se reduciría en el caso de que Rusia ya no tuviera que depender en tan alto grado de la República Popular. El pago en yuanes de sus importaciones de gas y petróleo, el oleaducto “Power of Siberia 2”, o el ferrocarril que une a China con Kirguistán y Uzbekistán, son proyectos que han podido salir adelante por las circunstancias de la guerra. De otro modo, el Kremlin no habría aceptado la creciente penetración china de Asia central.
La cronificación del conflicto y el desgaste de Rusia y de Occidente sería teóricamente el escenario que más beneficiaría a los intereses chinos. Se reduciría la presión norteamericana en el Indo-Pacífico y la competición económica con Europa en Eurasia, y contaría con mayor libertad de acceso a Asia central. Al no participar directamente en la guerra continuaría acumulando capacidades, y se encontraría en mejores condiciones para resolver el problema de Taiwán. Ningún gobierno puede, no obstante, controlar la dinámica de una guerra. Pekín juega varias cartas simultáneamente, pero no todas ellas son compatibles entre sí. Atrapada en su relación “sin límites” con Rusia—aunque ha dejado de utilizar ese calificativo—busca reducir el impacto de una agresión que, en vez de salvar al mundo para la autocracia, no ha hecho sino entorpecer las ambiciones chinas.