Hasta tiempos recientes, Australia era un ejemplo de cómo una democracia liberal podía mantener una relación fructífera y estable con China pese a la diferencia de valores políticos. La República Popular compra cerca del 40 por cien de las exportaciones de Australia, también uno de los destinos más populares para los inversores, estudiantes y turistas chinos. La ausencia de conflictos históricos y de intereses incompatibles facilitaron el desarrollo de la relación bilateral, elevada durante la visita del presidente Xi Jinping en noviembre de 2014 al estatus de “asociación estratégica integral”.
Durante los últimos meses, por el contrario, Canberra ha pagado el precio de enfrentarse a Pekín. Este ultimo endureció su actitud después de que, en abril, el gobierno australiano fuera el primero en solicitar una investigación internacional sobre el origen del COVID-19 y la gestión inicial del contagio. Desde entonces China ha impuesto restricciones a las exportaciones de más de una docena de productos australianos, por valor de miles de millones de dólares. La última crisis diplomática se desató la semana pasada, cuando el portavoz del ministerio de Asuntos Exteriores chinos exigió en un tweet la condena del asesinato de civiles afganos por soldados australianos durante la guerra en el país centroasiático, sobre la base de un falso video.
Algunos observadores creen que Pekín ha decidido presionar a Canberra a modo de advertencia, una vez que el nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha anunciado que Washington coordinará con sus aliados la política a seguir hacia la República Popular. Para otros, se trata de una manera de desviar la atención de otras acciones chinas, como la violación de derechos humanos en Xinjiang o la suspensión de la autonomía de Hong Kong. En cualquier caso, no faltan razones más concretas: Australia fue el primer país en prohibir la participación de Huawei y ZTE en sus redes de telecomunicaciones de quinta generación; ha aprobado leyes que persiguen la injerencia en su vida política (en respuesta a diversos episodios de intromisión de China); y no ha cesado en sus críticas a la política china con respecto a Taiwán o al mar de China Meridional. Flaco favor ha hecho a Canberra que esas medidas y críticas fueran valoradas por el secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, como ejemplo de lo que debe hacerse frente a Pekín.
Han sido hechos con consecuencias. El mes pasado, en un inusual mensaje diplomático, un miembro de la embajada china en Australia detalló una lista de 14 quejas, sobre aquellos asuntos—incluidos los mencionados anteriormente—que han “envenenado” las relaciones entre ambas naciones. Pekín espera que Australia adopte “acciones concretas” si quiere reparar el daño causado y volver a una situación de normalidad, aunque el primer ministro Scott Morrison ya ha advertido que no cederá en los valores e intereses nacionales del país.
La escalada de tensión es interpretada como un mensaje por parte de China a quienes quieran seguir el camino de Australia. Pero quizá el problema no estriba tanto en las acciones de su gobierno sino en haber optado por una innecesaria provocación pública de Pekín. Lo que se hace pensando en que resulte políticamente “rentable” de cara a la opinión pública nacional, puede ser fuente de conflictos en el terreno diplomático; una lección que conocen bien la mayor parte de las naciones asiáticas cuyas economías dependen de su interdependencia con la República Popular.