Aunque neutralizada, la rebelión contra el presidente Vladimir Putin por parte del líder del grupo de mercenarios Wagner, Yevgeny Prigozhin, vaticina un incierto futuro para Rusia. También alimentará las dudas de Pekín sobre la supervivencia de un régimen con el que contaba para construir un orden internacional postoccidental. Una Rusia inestable complicará el entorno de seguridad chino y reducirá las posibilidades de que el Kremlin apoye a la República Popular en el caso de un conflicto con Estados Unidos si intentara hacerse con Taiwán por la fuerza.
China se mantuvo en silencio hasta que concluyó la crisis, momento en el que calificó el incidente como “un asunto interno de Rusia”. Tras volar a Pekín ese mismo día, el viceministro ruso de Asuntos Exteriores, Andrei Rudenko, recibió de sus anfitriones un mensaje de confianza en las relaciones bilaterales. Los medios chinos han ocultado por su parte cualquier atisbo de preocupación oficial sobre el impacto de los hechos. Resulta innegable, no obstante, que los problemas de Putin también suponen nuevos problemas para el presidente chino, Xi Jinping.
El dilema más urgente que afronta Xi es cómo continuar apoyando a Putin mientras se prepara para la eventualidad de que deje de estar en el poder. El acercamiento de Pekín a Moscú responde a unas premisas ideológicas compartidas, pero también a unos imperativos estratégicos propios que pueden verse debilitados tras la rebelión de Prighozin. La dependencia energética china y su vulnerabilidad marítima hacen de Rusia un suministrador de gas y petróleo a salvo de las acciones de terceros (por ejemplo, de las sanciones que pudieran imponer las democracias occidentales a la República Popular como respuesta a una acción unilateral de Pekín). Es una ventaja que puede verse en riesgo en un contexto de inestabilidad política en el Kremlin. Como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, Moscú tiene por otra parte la capacidad de bloquear toda resolución contra China; una posibilidad también sujeta, en principio, a la permanencia de Putin en el poder.
La evolución de los acontecimientos, marcada por una dinámica bélica que desde la misma invasión ha puesto en evidencia las erróneas expectativas del presidente ruso, y por la rebelión interna de un grupo que él mismo apadrinó, revela a ojos de los dirigentes chinos un creciente descontento social, un agravamiento de la rivalidad entre las elites rusas, y una notable incompetencia estrátegica. Sobre esas bases, la pretensión de Xi de que él y Putin podrían reconfigurar el orden internacional, según le dijo a las puertas del Kremlin hace sólo tres meses, parece cada vez más alejada de la realidad. El debilitamiento del socio imprescindible en su enfrentamiento con Occidente obliga a Pekín a asumir una posición mucho más prudente. La opción pragmática consistiría en intentar reducir las tensiones con Washington y la Unión Europea, pero las convicciones ideológicas de Xi y los tiempos que se ha marcado para avanzar en sus objetivos, pueden conducir en realidad a una desconfianza aún mayor en las democracias liberales.
La vinculación con Moscú no va a desaparecer. Cualquier otro dictador ruso seguirá necesitando a Pekín. Eso sí, ni podrá tener el tipo de relación que Xi ha mantenido con Putin—al que llamó su “mejor y más íntimo amigo”—, ni estará dispuesto a depender en tan alto grado de la República Popular como precio para continuar la guerra en Ucrania. Y China, que ya tiene suficientes problemas en su periferia marítima, tendrá que volver a prestar atención a un espacio que había desaparecido como preocupación de seguridad tras su normalización y desmilitarización a finales de los años noventa—los 4.200 kilómetros de frontera continental con Rusia—, por no hablar del control del arsenal nuclear ruso.