El 10 de marzo de 2023, el ministro chino de Asuntos Exteriores, Wang Yi, anunció en Pekín el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Irán y Arabia Saudí, los dos principales rivales del mundo islámico, tras siete años de interrupción. Interpretado como señal de una pérdida de influencia norteamericana, para no pocos observadores el anuncio representaba por tanto un cambio sustancial en el equilibrio estratégico de Oriente Próximo. Pero fue una conclusión precipitada, como se demostraría sólo unos meses más tarde tras estallar la guerra entre Israel y Hamás. Sin condenar las acciones de la organización terrorista (y erosionando en consecuencia su relación con Tel Aviv), Pekín optó por no implicarse de modo directo en un conflicto que confirmó a Estados Unidos como la única gran potencia con la capacidad diplomática y militar para intentar contenerlo.
La guerra reveló, en efecto, los límites de lo que puede esperarse de China con respecto a la seguridad regional. Sin embargo, aun careciendo de capacidades de proyección de poder comparables a las norteamericanas, las ambiciones globales de la República Popular exigían algún tipo de intervención. La respuesta consistió en mediar entre las facciones palestinas, lo que se ha hecho en dos fases sucesivas: tras las conversaciones mantenidas en la capital china en abril, interrumpidas por las dificultades para llegar a un consenso, una segunda ronda concluyó con la declaración de unidad firmada en Pekín por 14 grupos (Fatah y Hamás incluidos) el pasado 23 de julio. Aunque nadie espera que el acuerdo vaya a poner fin a las divisiones internas en la batalla por el control político de Gaza y Cisjordania, y tampoco contempla el texto medidas ejecutables a corto plazo, los líderes palestinos han querido respetar los esfuerzos de China como anfitrión, otorgándole un papel significativo en la diplomacia de Oriente Próximo.
Pekín no participa en los esfuerzos dirigidos por Estados Unidos para lograr un cese el fuego en Gaza. Pero al albergar las conversaciones entre los palestinos (una posibilidad vetada a Washington), China se presenta como actor alternativo de referencia, maximizando su reputación en el mundo emergente. Es su juego diplomático de los últimos tiempos cuando de conflictos internacionales se trata: mientras—con el mínimo coste y sin correr ningún riesgo—promueve sus intereses y su proyección internacional, desafía la posición de Estados Unidos y de sus aliados
occidentales. La motivación estratégica final sería la de organizar una conferencia internacional de paz sobre Oriente Próximo bajo los auspicios de la ONU que se pronuncie sobre el establecimiento de un Estado palestino independiente.
Como garante (simbólico al menos) de la unidad entre los palestinos, Pekín consigue así un segundo triunfo diplomático, tras la normalización de relaciones entre Arabia Saudí e Irán, sin que haya habido participación norteamericana ni europea. La República Popular subraya de este modo el contraste entre sus labores de intermediación y la posición proisraelí de Washington, propiciando una percepción externa como potencia neutral y comprometida con la paz. Se impone por ello la conclusión de que, más que promover la unidad palestina (ha sido un facilitador más que un mediador), Pekín apuesta en realidad por tener un papel relevante en la reconfiguración futura de la región, y lo hace alineándose con los gobiernos árabes, para los que un pacto entre los palestinos es esencial para lograr la estabilidad de Oriente Próximo. Naturalmente, también espera que sus empresas participen en la reconstrucción de las infraestructuras de Gaza una vez que concluya la guerra.