Se han cumplido estos días cinco años del anuncio por parte del presidente chino, Xi Jinping, de la Nueva Ruta de la Seda. Nadie pudo entonces imaginar que aquella propuesta, realizada en un discurso pronunciado en la capital de Kazajstán durante una gira por Asia central, iba a convertirse en la iniciativa más importante de su mandato, y en el elemento central de su política exterior. Que fuera incluso recogida en los estatutos del Partido Comunista, con ocasión del XIX Congreso en octubre del pasado año, da idea del espacio que ocupa en la agenda de los dirigentes chinos.
El proyecto nació sin una definición de sus límites geográficos y sin ninguna forma institucional. Carece asimismo de indicadores cuantificables que permitan medir su grado de realización. Si en un primer momento Xi se refirió a Asia central y a la periferia marítima china como objeto del programa, posteriormente éste se ha ampliado a África, América Latina, el Pacífico Sur y hasta el Ártico. La ausencia de unas reglas comunes para todos los participantes significa que Pekín negocia de manera bilateral con cada uno de ellos. Es por tanto un proceso abierto y flexible, en el que catalizan las prioridades chinas con respecto a su economía—encontrar nuevos motores de crecimiento—y a su seguridad: reducir los riesgos de vulnerabilidad y minimizar la capacidad de Estados Unidos y de sus aliados de obstaculizar su ascenso como gran potencia.
Si hay que resumir los fines de la Ruta, quizá éstos dos sean los esenciales: es un medio, primero, para que China pueda convertirse en un igual de Estados Unidos en la definición de las reglas y las instituciones globales; y, segundo, para hacer de una Eurasia integrada el nuevo centro de la economía mundial, sustituyendo al eje euroatlántico. El alcance de las ambiciones chinas afecta de manera directa a los equilibrios geoeconómicos y geopolíticos de las últimas décadas, y la Ruta de la Seda se ha convertido en consecuencia en una de las causas fundamentales de los reajustes estratégicos de las principales potencias.
De sus profundas reservas hacia la iniciativa en un primer momento, Japón ha pasado a apoyar la participación de sus empresas privadas, aunque también ha construido alternativas, como la propuesta de financiación de Infraestructuras de Calidad en Asia, o el Área de Crecimiento Asia-África, formulada de manera conjunta con India. Esta última, el vecino de China en mayor grado opuesto a la Ruta de la Seda, tiene que compaginar el deseo de evitar sus implicaciones geopolíticas—una mayor proyección política de Pekín en el subcontinente—con la necesidades de atraer inversión extranjera y desarrollar las infraestructuras que resuelvan sus problemas de interconectividad. Rusia no puede por su parte mantenerse al margen de una iniciativa que incrementará, a su costa, la dependencia de China de las repúblicas centroasiáticas.
Estados Unidos ha tardado en reaccionar. La alternativa al proyecto chino es la “estrategia Indo-Pacífico”, a la que se aportan reducidos recursos financieros para hacer mayor hincapié en la formación de un bloque de contraequilibrio, el denominado “Cuarteto” constituido por Estados Unidos, India, Japón y Australia. Su cohesión plantea sin embargo numerosas dudas al no ser siempre coincidentes los intereses de sus gobiernos con respecto a Pekín.
La Ruta de la Seda supone asimismo un relevante desafío para Europa. La reconfiguración de Eurasia que se persigue puede condicionar en gran medida el papel internacional de la Unión Europea en el futuro, aunque al mismo tiempo le ofrece nuevas oportunidades económicas. Cinco años después del discurso de Xi, Bruselas ha dado por fin forma a una respuesta, según anunció la semana pasada la Alta Representante, Federica Mogherini. Funcionarios de la UE han estado trabajando durante meses en una estrategia de interconectividad en Eurasia que identifica los intereses europeos y sus objetivos fundamentales. Hay que esperar que, además de esa descripción, existan los medios e instrumentos para pasar a la acción. Pero para conocerlos habrá que esperar al Consejo Europeo que, en octubre, aprobará oficialmente el documento.