Tras confiar durante meses en que sus esfuerzos por negociar de buena fe se verían recompensados, los socios asiáticos de Estados Unidos recibieron con frustración la última amenaza de la Casa Blanca. El 7 de julio, unos días antes de hacer lo propio con la Unión Europea, el presidente Trump envió una carta a diez gobiernos del continente (incluyendo a Japón, Corea del Sur y seis Estados miembros de la ASEAN), a los que les anunciaba la imposición de nuevos aranceles a partir del 1 de agosto. No puede decirse así que Trump allanara el camino a la primera visita a Asia de su secretario de Estado, Marco Rubio, quien de hecho canceló de manera abrupta su previsto desplazamiento a Tokio y Seúl, para limitar su viaje a una estancia de 36 horas (el 10 y 11 de julio) en Kuala Lumpur, donde asistió a las cumbres anuales que organiza la ASEAN.
Si ya resultaba llamativo que, más de seis meses después de su toma de posesión, Rubio no hubiera visitado aún la región pese al discurso de Washington sobre la prioridad del Indo-Pacífico, las circunstancias no han hecho más que dañar la credibilidad de Estados Unidos. La cancelación del viaje a Japón y Corea del Sur—por la visita del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, a Washington como excusa—, da idea de un escenario de nuevas tensiones, así como de una deriva estructural en las relaciones de la Casa Blanca con sus aliados. La paradoja es que son los intereses norteamericanos los que se ven afectados en mayor medida.
Se extiende la percepción, en efecto, de que las acciones de Trump están deshaciendo décadas de labor diplomática, para ganarse el escepticismo de unos países que evitaban no tener más alternativa que la de formar parte de la órbita económica y política china. Siempre presta al quite, la República Popular ha visto inmediatamente la nueva oportunidad que se le abre de cara a aquellas naciones castigadas por la política comercial trumpiana, ofreciéndose a trabajar con ellas “en defensa del libre comercio y del sistema multilateral”.
Los intercambios de China con la ASEAN superaron el pasado año los 900.000 millones de dólares, aproximadamente el doble del comercio del bloque con Estados Unidos. Pekín ha invertido asimismo miles de millones de dólares en el desarrollo de infraestructuras en el sureste asiático. Si, a través de sus amenazas arancelarias, Washington pretendía complicar indirectamente a la República Popular sus ambiciones, el resultado puede ser más bien el opuesto. La intención de imponer unas elevadas tarifas a las exportaciones de productos desde la ASEAN que procedan en realidad de países terceros (es decir, de China), a economías que viven en gran medida de las ventas al exterior, refuerza el mensaje de Pekín de que no se puede confiar en la administración norteamericana. (A Malasia se le impondrá un 25 por cien, a Indonesia un 32 por cien, a Tailandia y Camboya un 36 por cien, y a Laos y Myanmar un 40 por cien. Después de negociar, Vietnam había logrado una reducción del 46 por cien al 20 por cien).
Tampoco se libran los aliados del noreste asiático, Japón y Corea del Sur, que serán objeto de unos aranceles del 25 por cien. Su dependencia económica y política de China es menor que la de sus vecinos del sur, pero ambos son indispensables en toda política de Estados Unidos orientada a contrarrestar la influencia de Pekín en la región. A la coerción comercial se suma la misma presión que dirige Trump a los socios europeos para aumentar de manera significativa el gasto en defensa. Mientras China, Corea del Norte y Rusia agravan la incertidumbre sobre la estabilidad del Indo-Pacífico, el menosprecio de Washington hacia sus aliados y su hostilidad hacia una economía global abierta, constituyen una inquietud adicional que pone en riesgo los vínculos con las dos capitales.
Corregir la excesiva dependencia de Estados Unidos es ahora una inevitable prioridad para las autoridades japonesas y surcoreanas. Entretanto, es Pekín quien se beneficia de la erosión de las alianzas que mantuvieron el equilibrio estratégico asiático durante más de siete décadas. Quizá sin pretenderlo, Trump le ha hecho un nuevo regalo a Xi Jinping. Es la consecuencia de actuar sobre la premisa de que, teniendo poder, no es necesaria una estrategia.