Sin poder atisbar aún la lógica interna de los movimientos diplomáticos de Trump—si es que tal coherencia existe, más allá de un mero impulso unilateralista—el presidente norteamericano pondrá nuevas cartas sobre la mesa esta misma semana. La cumbre de la OTAN en Bruselas (11-12 julio), seguida por su encuentro con Putin en Helsinki (16 julio), pondrán a prueba la cohesión de las relaciones transatlánticas, dando paso quizá a una transformada arquitectura de seguridad europea. Pero los efectos sobre los aliados asiáticos de Estados Unidos, Japón y Australia en particular, tampoco serán menores.
Las quejas de Washington sobre la limitada aportación financiera de los europeos a la defensa del Viejo Continente no es nueva ni incorrecta. Pero Trump es el primer presidente en pasar de las críticas a los hechos. Su determinación obliga a preguntarse por el futuro de la OTAN, pero sobre todo agrava la incertidumbre de unos socios europeos ya sorprendidos por las sanciones comerciales impuestas por Estados Unidos, y por el comportamiento hostil de Trump en la reciente cumbre del G-7 en Canadá. Su defensa durante la cumbre del reingreso de Rusia en el grupo, cobra sentido al confirmarse el encuentro bilateral con Putin. ¿Intentará Trump llegar a un acuerdo con el presidente ruso a costa de los intereses de seguridad de la Alianza Atlántica?
No faltarán asuntos en la agenda de Helsinki: la guerra civil siria, la situación en Ucrania, Irán y Corea del Norte, sin olvidar la interferencia rusa en las elecciones presidenciales norteamericanas de 2016. Y, sobre todo—cuestión prioritaria para Moscú—, el levantamiento o mitigación de las sanciones económicas. Son asuntos todos ellos relevantes para la estabilidad internacional, si bien los imperativos internos son probablemente los prioritarios para ambos líderes: ni Trump ni Putin pueden permitirse ningún movimiento que se interprete como cesión por sus respectivas opiniones públicas.
Los rehenes de sus decisiones son los aliados de Estados Unidos en ambos extremos de Eurasia. Ha llegado probablemente la hora de que la Unión Europea avance en su autonomía estratégica, pero la ausencia de consenso entre los Estados miembros sobre la política a seguir con respecto a Rusia es justamente la demostración de debilidad preferida por Moscú. El escenario no es menos incierto para los socios asiáticos de Washington, con la ventaja de que al menos éstos pueden actuar con mayor margen de maniobra individual. La reunión de Trump con Kim Jong-un en Singapur el pasado 12 de junio ya fue demostración del fin de una era. Se avance o no la desnuclearización de la península coreana, se extiende la percepción de que los compromisos de seguridad de Estados Unidos en la región han dejado de tener la solidez de décadas anteriores: un reajuste de los cálculos estratégicos resulta inevitable. La intuición de que todos estos movimientos forman parte de un mismo proceso—que Washington ha puesto en marcha sin preocuparse por sus consecuencias—explica que las capitales asiáticas seguirán lo que ocurra en Bruselas y Helsinki como si sus intereses más directos estuvieran también en juego.