El pasado jueves se inauguró la sesión anual de la Asamblea Popular Nacional china. Pese a su breve duración—el encuentro se ha reducido a siete días, frente a las habituales dos semanas—, puede marcar el comienzo de una nueva etapa. Si hace tres meses se especulaba sobre cómo el retraso y opacidad en la respuesta al coronavirus podía perjudicar políticamente a los dirigentes chinos, la Asamblea ha sido la ocasión, por el contrario, para declarar la victoria del Partido Comunista sobre la pandemia, como también sobre las voces críticas, tanto internas como externas.
Abandonando la práctica habitual en la Asamblea, el primer ministro Li Keqiang renunció en su discurso de apertura a ofrecer un objetivo de crecimiento económico para 2020, citando la incertidumbre del actual escenario global. Tras caer el PIB por primera vez desde 1976 el primer trimestre del año, los más recientes datos estadísticos revelan asimismo unas cifras de desempleo mayores de las esperadas. No sólo la ambición del gobierno de duplicar este año el PIB de 2010 resulta ya inalcanzable: China afronta los más graves desafíos económicos y financieros desde la puesta en marcha de la política de reformas a finales de la década de los setenta. Las dificultades del entorno económico propician por tanto que se recurra al nacionalismo como instrumento para fortalecer la legitimidad del régimen; un recurso al que también conduce la comparación en la gestión de la crisis: frente a la caótica respuesta de Estados Unidos y de distintos países europeos, el Partido Comunista Chino se presenta como ejemplo. Los líderes chinos intentan convencer a su opinión pública de la eficiencia de su sistema, al tiempo que evitan la responsabilidad política por lo ocurrido culpando a fuerzas externas.
Este triunfalismo está detrás de la legislación de seguridad que se aplicará a Hong Kong—y que acaba de facto con el estatus autónomo del enclave—, y también explica la posición de firmeza frente a la retórica antichina de Estados Unidos. Aunque el futuro de Hong Kong como centro financiero pueda estar en riesgo y Pekín haya creado otro elemento de confrontación con Washington, la polémica distraerá la atención sobre los orígenes y la falta de reacción en las primeras semanas de la pandemia, al movilizar a una opinión pública china con escasa simpatía por los manifestantes a favor de la democracia en el territorio, y aún menos por un presidente norteamericano que—según perciben—quiere negarle a la República Popular el lugar que le corresponde en el sistema internacional.
El coronavirus, por tanto, ha terminado beneficiando a Xi, si bien creando nuevos problemas al maximizar el control político de la sociedad, y evitar el debate interno para señalar a terceros como culpables. Xi necesita a Trump, como Trump necesita a Xi en su estrategia de evasión de responsabilidades. La diferencia estriba en que, mientras continúa esta guerra de propaganda, la República Popular ha adaptado con rapidez sus objetivos al “nuevo escenario” que afronta el país, según el documento preparado por el Consejo de Estado para la reunión de la Asamblea. Entre las 33 prioridades recogidas por el texto, la Nueva Ruta de la Seda ya no aparece entre las primeras, mientras que se hace hincapié en redoblar los esfuerzos en innovación y alta tecnología, y en el desarrollo de las provincias occidentales, para adquirir un estatus de país avanzado hacia 2035. Pekín sustituye el “Sueño China” por el lema de la “Nueva Era”, un periodo con mayor carga ideológica y nacionalista, mientras el resto del mundo se ajusta a la “nueva normalidad”.