Con apenas unas horas de preaviso, el viernes 28 de agosto Shinzo Abe anunció su renuncia como primer ministro de Japón por razones de salud. Después de haber obtenido mayoría absoluta en tres convocatorias electorales desde 2012 y convertirse en el jefe de gobierno japonés que más tiempo ha ocupado el cargo de manera ininterrumpida (ya fue primer ministro durante unos meses entre 2006 y 2007), aún le restaba un año de legislatura. Se abre así un periodo de interinidad política en la tercera economía del planeta, en el que no cabe prever, sin embargo, grandes cambios.
En una cultura política adversa al liderazgo, Abe fue una excepción. Heredero de una dinastía política del Partido Liberal Democrático (su abuelo Nobusuke Kishi fue primer ministro entre 1957 y 1960, y su padre, Shintaro Abe, ministro de Asuntos Exteriores y secretario general del Partido), Abe volvió al poder en 2012 por la mala gestión del gobierno del Partido Democrático de Japón tras las elecciones de 2009, pero también porque supo ofrecer a la sociedad japonesa un plan para superar la desaceleración económica (las conocidas como dos “décadas perdidas”) y afrontar el ascenso de China y la amenaza norcoreana. Su política de reactivación del crecimiento (“Abenomics”), y los cambios en la política de seguridad y defensa marcarán su legado.
Los resultados no han sido los esperados en la economía. Los obstáculos estructurales propios de una sociedad postindustrial que envejece con rapidez no lo han permitido. Pero el proactivismo diplomático de Abe acabó con la tradicional naturaleza “reactiva” de la política exterior japonesa. Resulta difícil imaginar a otro político japonés retomando el TPP tras el abandono por parte de Estados Unidos, para liderar su renegociación y cerrar el acuerdo como hizo Abe (ahora denominado CPTTP). La firma del doble pacto—económico y estratégico—con la Unión Europea, en vigor desde el pasado año, es otro ejemplo del impulso que Abe dio a aquellas iniciativas que permitan asegurar una economía mundial abierta y un orden basado en reglas, frente al unilateralismo y proteccionismo norteamericano y las nuevas ambiciones chinas.
Su combinación de realismo y pragmatismo dieron a Japón una proyección internacional poco frecuente, también puesta de relieve en una estrategia regional que ha conducido a un estrecho acercamiento a India, Australia y distintos países del sureste asiático. Su apuesta por construir una relación personal con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y reforzar la alianza con Washington fueron compatibles, en su caso, con el reconocimiento de que Japón tenía que extender sus horizontes estratégicos y ampliar sus opciones geopolíticas.
Abe no pudo avanzar en la reforma de la Constitución que deseaba, objetivo que no compartía la mayoría de la opinión pública japonesa. Pero deja la política habiendo logrado unos Juegos Olímpicos, dejando un desempleo del tres por cien, y restableciendo una cierta normalidad en las relaciones con Pekín, aunque ya no podrá recibir a Xi en Japón en su primera visita oficial (pospuesta en abril por la pandemia). Sobre todo, deja un entorno político estable, en el que, al contrario que en otras democracias avanzadas, la polarización y el populismo brillan por su ausencia.