El pasado miércoles, los presidentes de Estados Unidos y de China se reunieron por segunda vez desde la llegada de Biden a la Casa Blanca. La primera ocasión en la que se vieron como líderes de sus respectivos países (aunque se han conocido desde hace más de una década) fue hace un año en Bali, como participantes en la cumbre del G20. Sus intentos de normalización pronto se vieron interrumpidos, sin embargo, por una sucesión de hechos diversos, entre los que cabe destacar la crisis del globo espía chino, la visita a Taiwán de la presidenta del Congreso de Estados Unidos, Nancy Pelosi, o los controles a la exportación de semiconductores avanzados a la República Popular. Una nueva convocatoria multilateral, la cumbre del foro de Cooperación Económica del Asia-Pacífico (APEC) en San Francisco, hizo posible la reanudación del contacto directo buscado por ambas partes.
Desde junio, en efecto, hasta tres miembros del gabinete norteamericano han viajado a China en ese esfuerzo de acercamiento, y también el ministro chino de Asuntos Exteriores, Wang Yi, visitó Washington, además de reunirse en Viena con el asesor de seguridad nacional, Jake Sullivan. Especialmente llamativo ha sido el giro de los medios oficiales chinos: de la habitual descripción de Estados Unidos como potencia hegemónica que trata de contener a la República Popular, se ha pasado en las últimas semanas a subrayar los ejemplos de cooperación entre los dos países.
Por distintas razones, ambos gobiernos necesitaban corregir la dinámica de confrontación. En el terreno económico, la administración Biden ha llegado a la conclusión de que una ruptura de la interdependencia económica con China (el famoso “decoupling”) no es posible ni deseable. Las medidas que pueden acordarse con esa finalidad deben limitarse a las exigencias de la seguridad nacional. Ese mensaje, expuesto en un discurso pronunciado en abril por la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, parece haberse convertido en doctrina oficial. Por su parte, para una China que se encuentra frente a un escenario de desaceleración económica, la mejora de las relaciones con Washington puede contribuir a mejorar su recuperación y, en particular, a recuperar la inversión extranjera (que ha caído por primera vez en 25 años). Que Xi viajara a San Francisco aun manteniendo la Casa Blanca su dura política de sanciones tecnológicas, da idea del interés chino por estabilizar la relación.
China sabe bien, por otro lado, que la política exterior de Biden se basa en premisas muy diferentes de las de Trump. Lejos del unilateralismo de este último, para afrontar buena parte de los problemas de la agenda global la actual Casa Blanca considera imprescindible la cooperación con Pekín. El conflicto en Oriente Próximo en un claro ejemplo, y el presidente norteamericano pidió a Xi su intervención para presionar a Irán con el fin de evitar la expansión de la guerra. Mitigar la confrontación con Washington, servirá igualmente a China para reducir la presión que supone la creciente hostilidad hacia ella de numerosos países.
Por supuesto, nada de ello altera la naturaleza estructural de la rivalidad entre ambos gigantes. Los acuerdos anunciados—como la reanudación de contactos entre las fuerzas armadas (interrumpidos tras la visita de Pelosi a Taipei)—son de orden secundario, sin lograrse avances con respecto a Taiwán, Xinjiang o las disputas en el mar de China Meridional. El objetivo fundamental consistía en abrir un espacio de distensión, mantener abiertos los canales de comunicación y prevenir un conflicto. Nada muy diferente en realidad de lo discutido en Bali en 2022, aunque desde entonces la tensión se elevó en una peligrosa espiral. El mantenimiento de este nuevo ciclo de distensión también dependerá de la evolución de los acontecimientos. Dos de ellos pueden complicar especialmente la voluntad de estabilidad: las elecciones de enero en Taiwán (si el gobierno continúa en manos del Partido Democrático Progresista, la presión de Pekín no cederá); y las presidenciales de otoño en Estados Unidos, que propiciará entre los candidatos una posición más radical que moderada con respecto a China.