Hace ahora un año, la Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, la primera de la administración Trump, definió a China y Rusia como potencias revisionistas, inclinadas a desafiar los intereses y los valores norteamericanos. Cada una de ellas lo hace de distinta manera: Moscú busca debilitar el eje euroatlántico y reconfigurar la arquitectura de seguridad del Viejo Continente; Pekín quiere restaurar su posición central en Asia, lo que resulta incompatible con la primacía mantenida por Washington durante 70 años. Pero el resultado es que Estados Unidos se encuentra enfrentado simultáneamente a dos rivales, causa a su vez de la creciente aproximación entre ambos.
El alcance de la convergencia que se ha producido entre China y Rusia desde la crisis de Ucrania es objeto de un polarizado debate. Para unos observadores siguen siendo meros socios de conveniencia: pese a compartir una serie de intereses comunes—como la hostilidad a un sistema internacional unipolar bajo el liderazgo de Estados Unidos, o a los principios democráticos—, la profundización de su acercamiento se ve limitada por una tradicional desconfianza histórica, y por su creciente asimetría de poder. Otros consideran, por el contrario, que el estrechamiento de sus relaciones militares está conduciendo a la formación de una genuina alianza de seguridad. Esta última es la conclusión predominante en los distintos estudios publicados por expertos norteamericanos en los últimos meses sobre la relación entre Moscú y Pekín, que hacen especial hincapié en la naturaleza de sus regímenes políticos (véase como ejemplo “Axis of Authoritarians: Implications of China-Russia Cooperation”, publicado recientemente por el National Bureau of Asian Research). Pero quizá se minusvaloran los debates internos en Rusia y China sobre la coherencia de su asociación estratégica.
La opción rusa por China es reciente, y resultado de las sanciones occidentales. A partir de 2015, Vladimir Putin decidió que su “giro hacia Asia” debía tomar forma bajo el concepto de una “Gran Eurasia”, lo que a su vez requería que China estuviera dispuesta a fusionar su iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda con la Unión Económica Euroasiática (UEE) impulsada por Moscú. Rusia se encuentra de este modo “atrapada” en una dinámica que le impide reconocer públicamente sus reservas sobre las intenciones chinas, en la esperanza de que las estructuras en construcción favorezcan a largo plazo sus intereses.
Para los líderes chinos, la UEE no es un pilar de sus planes de integración; sí lo es la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS). Mientras la Ruta de la Seda contempla Asia central como un corredor económico y de transportes que reforzará la conectividad de China con Europa, Oriente Próximo y Asia meridional, la UEE considera la subregión como parte de un espacio cerrado, que busca la protección de toda competencia externa mediante un marco regulatorio y unos aranceles comunes. Pekín fomenta la interconexión para ampliar su margen de maniobra en la economía global; Moscú solo quiere incluir a Asia central en su órbita económica para blindarse frente a las fuerzas de la globalización. Ello explica que, para China, Rusia sea un socio menor en sus proyectos de integración de Eurasia. En la gran mayoría de los proyectos financiados por Pekín—incluso en los acordados con la cooperación de Moscú—es la República Popular quien dicta las reglas del juego. ¿Aceptará Rusia de manera permanente esa subordinación? (Foto: Emperornie, flickr.com)