La próxima primavera India se convertirá en el país más poblado del planeta; un hecho cargado de simbolismo, que coincide con su presidencia—este año—del G20. Superar demográficamente a China no implica, naturalmente, que India vaya a superar el PIB de la República Popular ni alcanzar sus capacidades militares. Una notable asimetría de poder continuará definiendo la relación entre ambos vecinos. Sin embargo, la previsible consolidación del ascenso indio—proceso en el que 2023 puede resultar decisivo—es pareja a un cambio de ciclo en China, donde la desaceleración económica, los efectos de la política de covid cero y el enfrentamiento con Occidente y otras naciones asiáticas pueden marcar el fin de una época.
India se encuentra en una encrucijada, a un mismo tiempo interna y externa. Desde que el Bharatiya Janata Party ganara las elecciones de 2014 bajo el liderazgo de Narendra Modi—primera vez que un partido conseguía una mayoría absoluta en 30 años (y resultado que fue revalidado en 2019)—, el país ha registrado una alta tasa de crecimiento y ha mostrado una mayor confianza en sí mismo, abandonando toda percepción de inferioridad y adquiriendo un nuevo perfil global. Internamente, la combinación de nacionalismo e hinduismo promovidos por Modi ha debilitado la democracia y el secularismo que definieron la república tras la independencia. El tratamiento desigual de los musulmanes, la interferencia en el poder judicial o la persecución de los medios de comunicación independientes constituyen una preocupante regresión política. Es un hecho que, sin embargo, no parece alterar la trayectoria ascendente de la nación.
Circunstancias imprevistas, como la pandemia y la guerra de Ucrania, han favorecido a India. Lo han hecho, en primer lugar, en el terreno económico. El imperativo para muchas multinacionales de reducir su dependencia de China y diversificar inversiones y cadenas de suministro, les ha conducido a India, cuyo mercado—por su enorme tamaño—se encuentra a salvo de posibles turbulencias económicas. El empuje de su crecimiento hará de India, según indican las estimaciones de distintos organismos, la tercera economía mundial—tras Estados Unidos y China—hacia 2030.
También el escenario geopolítico ofrece, en segundo lugar, una oportunidad para que India amplíe su margen de maniobra diplomático, principal objetivo de su política exterior. El gobierno de Modi ha asumido sin ningún tipo de complejos el acercamiento a Estados Unidos que reclaman sus objetivos de seguridad, coincidente a su vez con el interés de Washington (como de Tokio y Canberra, entre otros) por asociarse con India como instrumento de contraequilibrio de Pekín. Se trata de toda una revolución diplomática, dado el peso de la tradición nehruviana de no alineamiento. Pero ocurre que el mundo ha dejado de estar liderado por Occidente. La división global sobre las sanciones a imponer a Rusia por la invasión de Ucrania volvió a constatar esa realidad; una circunstancia que proporciona a India la ocasión para situarse como árbitro entre Asia y las democracias occidentales, así como entre el hemisferio norte y los países emergentes.
Delhi ni siquiera tiene que improvisar. Durante los últimos años ha venido demostrando su activismo hacia distintos espacios regionales (a través de su “Act East Policy” hacia Asia oriental, la “Connect Central Asia Policy” hacia las repúblicas centroasiáticas, o la aproximación a su vecindad—la denominada “Neighborhood First Policy”—, entre otros instrumentos), como lo ha hecho igualmente hacia los foros multilaterales: de los BRICS a la Organización de Cooperación de Shanghai, del G20 al Quad. Simultáneamente, el ministro de Relaciones Exteriores, Subrahmanyam Jaishankar, ha articulado un discurso que rompe moldes e impulsa en sus propios términos (no siempre comprendidos en Occidente), la gradual emergencia de esta nueva potencia central.