Una de las muchas incertidumbres abiertas por la guerra entre Israel y Hamás se refiere al futuro del corredor económico entre India y Europa a través de Oriente Próximo. Anunciado en la cumbre del G20 celebrada en Delhi el pasado mes de septiembre, esta iniciativa concebida como alternativa a la nueva Ruta de la Seda china contempla una red marítima y ferroviaria que enlazaría India con Emiratos, Arabia Saudí y Jordania, y a estos últimos con el puerto israelí de Haifa, desde donde llegaría a El Pireo en Grecia. Este ambicioso plan de interconectividad, cuyos participantes representan la mitad del PIB global y el 40 por cien de la población del planeta, quedará aplazado sine die por el conflicto en curso. Esas dificultades no eliminan, sin embargo, la dinámica geopolítica que lo inspiró.
Para India, el corredor forma parte de la reorientación de su estrategia hacia Oriente Próximo. Sus beneficios serían múltiples si se tiene en cuenta el tamaño de la diáspora india en la subregión, su dependencia de los recursos energéticos del Golfo, y el potencial inversor de las monarquías árabes. El proyecto le permitiría, además, superar el obstáculo que siempre ha representado Pakistán a la determinación de Delhi de contar con enlaces directos con Oriente Próximo y Europa, a la vez que—además de extender su influencia económica—podría contrarrestar la creciente presencia china en esta parte del mundo.
La iniciativa debía contribuir asimismo a facilitar la normalización de relaciones entre Arabia Saudí e Israel; de ahí el apoyo con que ha contado tanto por parte norteamericana como israelí. Para la administración Biden, la integración de Israel en el plan era una de las piezas para su reconocimiento diplomático por Riad (y para el aislamiento de Irán), mientras que un mayor acercamiento de India a la región también fortalecería la política de contención de Estados Unidos hacia China. El primer ministro Benjamin Netanyahu calificó por su parte la propuesta como “el mayor proyecto de cooperación” en la historia de su país, y uno de los pilares del esquema de un “nuevo Oriente Próximo” que presentó ante la Asamblea General de la ONU en septiembre.
A los países árabes, el corredor beneficiaría sus intereses nacionales—al permitir la diversificación de sus economías—e internacionales, tanto al promover su proyección exterior y consolidarse como nuevo hub de interconexión, como al ofrecer la oportunidad de multiplicar sus opciones y equilibrar las relaciones con Estados Unidos y con China. Los europeos, por último, podrían ampliar su “Global Gateway” a Oriente Próximo—espacio en el que carecen de logros concretos hasta la fecha—, y reforzar su conectividad con el océano Índico, así como, a través de India, con el Indo-Pacífico. Contarían así con mayores posibilidades para competir con la Ruta de la Seda de Pekín, al tiempo que el crecimiento económico de India repercutiría a favor de su intención de reducir la dependencia de las cadenas de valor chinas.
Esas ventajas coexistían, no obstante, con escollos considerables. Unos tienen que ver con los plazos y los recursos financieros exigidos por un proyecto de tales dimensiones. Los puertos ya existen, pero no las líneas ferroviarias y de carreteras que habría que construir a través de los desiertos de Arabia Saudí y de Emiratos. Otras limitaciones derivan de la ausencia de Turquía (lo que fue denunciado por su presidente, Recep Tayyip Erdogan, en la cumbre del G20), y de Irán (lo que se traducirá quizá en la profundización de sus relaciones con Pekín).
La guerra y sus impredecibles consecuencias se han sobrepuesto desde el 7 de octubre a dichos obstáculos. El plan de acción del corredor que debían discutir las partes a principios de noviembre queda aparcado y, con él, la pretensión de transformar por esta vía la ecuación de poder en Eurasia. Para contener a China y promover el ascenso de India, Occidente necesitará algo más que una red de infraestructuras: toda estrategia que desatienda la causa última de los problemas políticos de Oriente Próximo tendrá un corto recorrido.