El pasado 29 de agosto, el Diario del Pueblo de Pekín publicó un artículo de un alto cargo del Consejo de Estado chino, Long Guoqiang, en el que vaticinaba “profundos cambios estructurales” en la relación entre las dos mayores economías del planeta. “La guerra comercial—escribió—no es sólo un instrumento de Estados Unidos para lograr mayores beneficios económicos; es también una estrategia para contener a China”.
Su columna no es sino una nueva señal de cómo los líderes chinos perciben el actual enfrentamiento económico entre Washington y Pekín como anticipo de una previsible escalada a la esfera política y de seguridad, que pueda conducir a asu vez a una Guerra Fría—si no a algo peor—entre ambos gigantes. A ninguno le conviene un escenario conflictivo, que escaparía pronto a la capacidad de control de ambos. Pero es probable que ni siquiera pueda conseguir Trump los objetivos que pretende al decidir denunciar a China como rival.
Es evidente que no contará con la disposición de Pekín a ayudarle en distintas cuestiones en las que Estados Unidos tiene un reducido margen de maniobra, como el problema nuclear norcoreano. Más grave resulta que quizá no se haya medido bien desde la Casa Blanca la práctica imposibilidad de que China pueda darle las concesiones que busca. La República Popular, en primer lugar, no va a renunciar a su estrategia de innovación tecnológica—causante de la respuesta de Trump—, al considerarla como decisiva para la sostenibilidad de su crecimiento económico y su estatus internacional futuro. En segundo lugar, porque el presidente Xi Jinping no puede permitirse una imagen de debilidad ante una opinión pública cada vez más nacionalista. Ceder a las presiones de un país occidental es políticamente inviable en la China del siglo XXI. Por lo demás, el menor porcentaje que representan las exportaciones en el PIB chino con respecto al pasado, y sus gigantescas reservas de divisas le proporcionan notables defensas frente a las sanciones norteamericanas.
Responder al desafío que representa China como lo hace Trump es actuar como si ambas potencias se movieran aún en el tablero del siglo pasado. Ni la presión militar ni la imposición de tarifas a sus exportaciones pueden doblegar la determinación china de situarse en el centro del sistema internacional a mediados de siglo. Si no lo logra, se deberá a obstáculos internos—demográficos, financieros, sociales o medioambientales—más que a la estrategia de Trump.
Sirva como ejemplo la presencia de la práctica totalidad de los jefes de Estado africanos en Pekín la semana pasada para la séptima cumbre del Foro China-África. La oferta de 60.000 millones de dolares a los países africanos para el desarrollo de infraestructuras debe acogerse con cierto escepticismo: es un riesgo añadido para la deuda china, y aún más para los países receptores. Pero compárense las acciones—y las cifras comerciales—de Pekín en África con las de Washington. O en América Latina. O en Oriente Próximo. La creciente dependencia de estas regiones de China se está convirtiendo en un hecho consumado, mientras la administración Trump concentra su atención en culpabilizar a Pekín de sus problemas económicos nacionales. (Foto: John Atte Kiln, Flickr.com)