Durante los últimos días se ha puesto una vez más de relieve cómo Estados Unidos y China están definiéndose con respecto al otro, y cómo cada uno está construyendo su respectiva coalición en torno a concepciones alternativas del orden internacional.
Tras la presentación, en semanas anteriores, de las orientaciones estratégicas y económicas sobre el Indo-Pacífico, faltaba la anunciada revisión de la política hacia China, finalmente objeto de una intervención del secretario de Estado, Antony Blinken, el 26 de mayo en la Universidad George Washington. Tras definir a la República Popular como “el más grave desafío a largo plazo al orden internacional”, Blinken indicó que “China es el único país que cuenta tanto con la intención de reconfigurar el orden internacional como, cada vez más, con el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para hacerlo”. China “se ha vuelto más represiva en el interior y más agresiva en el exterior”, dijo el secretario de Estado, quien también reconoció que poco puede hacer Estados Unidos de manera directa para corregir su comportamiento.
La solución que propone la administración Biden se concentra en esta frase: “Configuraremos el entorno estratégico de Pekín para hacer avanzar nuestra visión de un sistema internacional abierto e inclusivo”. Pero se trata de una fórmula muy parecida a la empleada en su día por el presidente Obama o, antes incluso, por los asesores de George W. Bush antes de su toma de posesión (y, por tanto, antes de que el 11-S aparcara a China como prioridad). Si hay un cambio significativo es, sobre todo, con respecto a Taiwán, como anticipó el propio Biden—supuestamente en forma de error—sólo un par de días antes.
En respuesta a una pregunta que se le hizo durante la conferencia de prensa con la que concluyó su viaje oficial a Japón, el presidente vino a decir que, en el caso de una invasión china de Taiwán, Estados Unidos recurriría a la fuerza militar. Con sus palabras, Biden parecía abandonar la política de “ambigüedad estratégica”—recogida en la Ley de Relaciones con Taiwán de 1979—, conforme a la cual Washington está obligado a proporcionar a la isla las capacidades para defenderse, pero en ningún caso existe un compromiso explícito de intervención militar.
Era la tercera vez que Biden decía algo así, y por tercera vez su administración desmintió que se tratara de un cambio de posición. Blinken tuvo que reiterar que Estados Unidos “se opone a cualquier cambio unilateral del statu quo por cualquiera de las partes”. “No apoyamos la independencia de Taiwán, añadió, y esperamos que las diferencias a través del estrecho se resuelvan de manera pacífica”. Aunque es cierto que se mantienen los mismos principios, no cabe duda, sin embargo, de que el comentario de Biden es significativo y representa un reajuste de la posición norteamericana. Cuando menos implica el reconocimiento de que, después de 40 años, la “ambigüedad estratégica” puede no ser suficiente como elemento de disuasión para evitar que China invada Taiwán, un dilema que se ha visto agudizado por la agresión rusa contra Ucrania.
La reacción de Pekín no se hizo esperar. Pero su rechazo al “uso de la carta de Taiwán para contener a China” va acompañado de una estrategia de mayor alcance. De hecho, justo antes de que Biden comenzara su primer viaje a Asia, comenzó a promover la “Iniciativa de Seguridad Global”, una propuesta de orden de seguridad alternativo al liderado por las democracias occidentales. Lanzada por el presidente Xi en su intervención ante el Boao Forum el pasado mes de abril, la propuesta, que tiene como fin “promover la seguridad común del mundo” (y viene a ser una especie de hermana gemela de la Nueva Ruta de la Seda), constituye —oculto bajo esa retórica global—un plan para deslegitimar el papel internacional de Estados Unidos.
El presidente Xi expuso las virtudes de su iniciativa a los ministros de Asuntos Exteriores de los BRICS el 19 de mayo. Según indicó a los representantes de Brasil, Rusia, India y Suráfrica, se trata de “fortalecer la confianza política mutua y la cooperación en materia de seguridad”; de “respetar la soberanía, la seguridad y los intereses de desarrollo de cada uno, oponerse al hegemonismo y las políticas de poder, rechazar la mentalidad de guerra fría y la confrontación de bloques, y trabajar juntos para construir una comunidad mundial de seguridad para todos”. Posteriormente, ha sido el ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, quien la ha promovido en dos viajes sucesivos a América Latina y a una decena de Estados del Pacífico Sur.
La iniciativa es doblemente significativa. China ha decidido implicarse de manera directa en la seguridad global, cuando hasta ahora su terreno de preferencia era el económico. En segundo lugar, el mal estado de sus relaciones con Estados Unidos y la Unión Europea le obliga a consolidar y extender su presencia entre sus socios en el mundo emergente, un espacio al que—por esta misma razón—Occidente tendrá que prestar mayor atención en el futuro.