La situación de seguridad en la península coreana ha empeorado a gran velocidad durante los últimos meses. Cada una de las dos Coreas ha descrito a la otra como su “principal enemigo”, en una escalada retórica que ha ido acompañada de acciones poco tranquilizadoras. Mientras Pyongyang continúa desarrollando sus capacidades nucleares y de misiles, Kim Jong-un se refirió el pasado 30 de diciembre a la posibilidad de una guerra “como una realidad, no como un concepto abstracto”. Seúl ha respondido por su parte mediante el reforzamiento de sus medios militares y aumentando la intensidad y frecuencia de los ejercicios militares que realiza con Estados Unidos.
En este contexto, dos conocidos expertos en Corea del Norte afirmaron recientemente en 38 North, una fuente de referencia sobre asuntos coreanos, que Kim habría tomado la decisión estratégica de ir a la guerra; una opinión con la que no coinciden todos los analistas, no por ello menos preocupados por la creciente amenaza norcoreana. Haya o no un plan bélico inminente, lo cierto es que el programa militar de Pyongyang le permite ampliar las opciones de un ataque limitado a Corea del Sur (la última incorporación a su arsenal son drones submarinos), por no mencionar los riesgos de un choque accidental. Su alineamiento con China y Rusia amplifica asimismo el peligro: ambos gobiernos protegen a Pyongyang de las sanciones de la ONU, mientras que Moscú le proporciona materiales y tecnologías avanzadas (y pone a prueba en Ucrania la eficacia de los misiles norcoreanos).
En último término, este conjunto de circunstancias revela un cambio estructural en el entorno estratégico. Desde el armisticio de 1953, Corea del Norte mantuvo la esperanza de la reunificación de la península bajo su liderazgo, ya fuera por medios políticos o mediante el recurso a la fuerza. Al describir a su vecino—que posee el doble de población y una economía 50 veces mayor—como adversario permanente y abandonar dicho objetivo (lo que hizo ante la Asamblea Popular el 15 de enero), Kim no hace más que asumir la realidad: la supervivencia de su régimen exige aislar a su país de la influencia política y cultural de los surcoreanos. La misma lógica habría llevado al líder norcoreano a abandonar la idea—mantenida por su padre y abuelo—de que un cambio en las relaciones con Estados Unidos era posible.
La renuncia a hacerse con el Sur (acompañada de la abolición de los mecanismos intercoreanos de gestión de conflictos), y la imposibilidad de un entendimiento con Washington son motivos que, según diversos observadores, justificarían una provocación militar que serviría a Corea del Norte para demostrar sus capacidades, y erosionar al mismo tiempo la confianza de los surcoreanos en la alianza con Estados Unidos como elemento de disuasión de Pyongyang. El riesgo de una escalada es por tanto real, como lo es igualmente la posibilidad de que un conflicto entre Washington y Pekín—sobre Taiwán o las islas del mar de China Meridional—se extienda a la península. Corea del Norte no es sólo por tanto una amenaza limitada, sino elemento potencial de una ecuación mayor.
Con todo, aun desconociendo las intenciones de Kim, tampoco sería conveniente prescindir de cierta perspectiva histórica. En distintas etapas de su trayectoria, Pyongyang ha recurrido a una retórica beligerante como reflejo de su debilidad interna más que de sus ambiciones internacionales. Sus provocaciones coincidían normalmente con aquellas ocasiones en que el régimen afrontaba dificultades económicas o políticas, y servían para fortalecer la legitimidad del sistema. Sin que puedan negarse los evidentes factores de inestabilidad regional, la amenaza de guerra podría ser también por tanto una estrategia de Kim para asegurar su absoluta prioridad, que no es otra que su control personal del poder.