La semana pasada se cumplió un año del golpe de Estado en Myanmar. Horas antes de inaugurarse el Parlamento resultante de las elecciones de noviembre, en las que la Liga Nacional para la Democracia (LND) logró una aplastante mayoría, los militares se hicieron con el poder en el cuarto golpe de Estado desde la independencia en 1948, poniendo fin a una década de gradual pluralismo político y de sostenido crecimiento económico. La Consejera de Estado Aung San Suu Kyi y el presidente Win Myint, junto a otros dirigentes de la LND, fueron arrestados y acusados de distintos cargos, y se encuentran desde entonces en prisión. Las fuerzas armadas prometieron un regreso a la democracia tras un año de gobierno interino, que luego extendieron a dos años.
La actual atmósfera de tensión entre las grandes potencias ha alejado a Myanmar de los focos informativos, pese a la dramática situación que atraviesa el país. La violencia se ha desatado de manera extrema, el hundimiento de la economía es completo, y la incertidumbre se agrava sobre el futuro de una de las naciones más pobres y de mayor complejidad interétnica de Asia.
La resistencia contra el golpe fue inicialmente pacífica, limitada a manifestaciones masivas y movimientos de desobediencia ciudadana, pero la oleada de represión puesta en marcha por el ejército—que se ha cobrado la muerte de al menos 1.500 civiles, y causado el desplazamiento de centenares de miles de personas—condujo pronto a una brutal escalada. El Gobierno de Unidad Nacional, en el exilio, declaró en septiembre el estado de guerra contra las fuerzas armadas, mientras que estas han designado al primero como una organización terrorista. Los enfrentamientos se han extendido particularmente en los estados fronterizos con India y con Tailandia. El PIB, por otra parte, ha caído un 30 por cien, lo que ha hecho triplicarse los índices de pobreza extrema, condición que ya incluye casi a la mitad de la población. Tras conocer una década de semidemocracia, los más jóvenes no cederán en la resistencia al ejército, una presión que puede crear a su vez divisiones entre los militares, acentuando el caos y el desorden nacional.
Ante estas trágicas circunstancias, la respuesta exterior debía haber sido decisiva; sin embargo, la acción de la comunidad internacional ha consistido básicamente en la adopción de declaraciones de condena, más que en la formulación de medidas concretas para restablecer la estabilidad política. La ONU ha preferido apoyarse en la ASEAN y su plan de cinco puntos para poner fin a la violencia, promover un diálogo constructivo y designar un enviado especial para la crisis. Pese a haberse comprometerse con dicho plan, acordado en el mes de abril, la junta militar no ha dado un solo paso para ejecutarlo, una inacción para la que se apoya, en parte, en la propia falta de unidad de la organización. La visita a Myanmar hace unas semanas del primer ministro de Camboya, Hun Sen, en su calidad de presidente rotatorio de la organización, es un claro ejemplo de esas divisiones. Aunque realizó su viaje sin consultar previamente a los Estados miembros, su gesto ha sido interpretado como un intento por forzar el reconocimiento de la legitimidad del gobierno birmano.
Las sanciones de los países occidentales, que han consistido básicamente en la congelación de cuentas bancarias o la restricción de visados a miembros de la junta, poco efecto pueden tener para un cambio de rumbo, pues los generales han sabido estrechar su cooperación con China y Rusia, potencias ambas interesadas en mitigar las presiones de Occidente. Pekín observa con preocupación el escenario de desorden que se ha abierto (y que puede afectar tanto a los movimientos insurgentes en la frontera que comparten ambos países, como a los gaseoductos que unen la provincia de Yunnan con el Índico), pero también con cierto distanciamiento. La presencia de Moscú, en cambio, ha adquirido un nivel desconocido hasta la fecha, con un notable apoyo directo, tanto en el terreno diplomático como a través del suministro de armas.
La ausencia de avances significativos durante un año no permite ser muy optimista con respecto al desarrollo de los acontecimientos a medio plazo. El margen de influencia occidental es reducido, la ASEAN arriesga su credibilidad, y las partes en el conflicto apuestan por imponerse sobre el otro más que en buscar una solución negociada.