La semana pasada se confirmó el despliegue de tropas norcoreanas en la región de Kursk, cerca del territorio ruso capturado por las fuerzas ucranianas en agosto. Si bien no hay información fidedigna sobre las cifras (podrían llegar a más de 12.000 soldados según algunas fuentes), como tampoco la hay sobre sus objetivos, es una intervención que abre una nueva fase en el conflicto, con implicaciones no sólo para Europa, sino también para Asia oriental.
Después de suministrar armamento durante meses a Moscú, Corea del Norte ha pasado a convertirse en un participante activo en la guerra de Ucrania. Se ha puesto así en evidencia el alcance del acuerdo de cooperación militar firmado durante la visita de Vladimir Putin a Pyongyang el pasado mes de junio, la primera de un líder ruso desde el año 2000. El encuentro fue valorado en aquel momento como una respuesta a la necesidad del Kremlin de romper su aislamiento diplomático, aunque fuera con otro régimen autoritario también sujeto a sanciones. Preocupaban las probables contrapartidas que obtendría Kim Jong-un (en forma de apoyo a sus programas de armamento nuclear y de misiles), pero apenas se prestó atención a la cláusula que incluía el pacto sobre asistencia mutua en caso de agresión contra una de las partes, un compromiso que Putin puede utilizar para justificar la colaboración de su socio asiático. (Quizá no casualmente, el pacto fue ratificado por el Parlamento ruso el 24 de octubre).
El hecho de que soldados norcoreanos estén luchando junto a los rusos conduce a una interpretación que va más allá del frente ucraniano. Al incluir a Corea del Norte en su órbita, Putin no sólo trata de obtener ventajas tácticas con respecto a Kyiv, sino también continuar avanzando en su prioridad estratégica de erosionar la arquitectura de seguridad global.
La decisión de Kim Jong-un de enviar tropas contra un país europeo que ha sido objeto de una flagrante violación de su integridad territorial por parte de Rusia tendrá graves consecuencias para su relación con el Viejo Continente, tradicionalmente más “pacífica” que la que ha mantenido con Estados Unidos. En el otro extremo del planeta, Corea del Sur no tardó en definir el despliegue de su Estado vecino como “una grave amenaza” a su seguridad, pues Pyongyang podrá dirigir contra Seúl los recursos, tecnología y capacidades militares avanzadas que le proporcione Moscú. Como reacción, las autoridades surcoreanas incrementarán por su parte su ayuda a Ucrania, a la vez que—como Japón y Australia—reforzarán su acercamiento a la OTAN.
Que en Ucrania se proyecten las tensiones entre las dos Coreas y se facilite la interdependencia entre las democracias europeas y asiáticas no puede ser, por lo demás, motivo de satisfacción para China por mucho que ésta haya apoyado a Rusia. Además de incomodarle la creciente influencia de Moscú sobre Pyongyang, Pekín observa con inquietud los efectos de esa relación sobre el frágil equilibrio de la península coreana, así como los incentivos que están creando ambos para una mayor presencia militar norteamericana y de sus aliados en la periferia de la República Popular. Convencido del desplazamiento del poder global hacia Asia, Putin apuesta por intentar orientar esas nuevas fuerzas a su favor; sin embargo, la esperable respuesta de Seúl podrá contrarrestar la (limitada) aportación en Ucrania de Corea del Norte, mientras que esta última puede optar por una escalada con el Sur (al que denominó “enemigo” a principios de año), que hará igualmente inevitable la intervención de China y de Estados Unidos.