Tras trasladarse de China a Europa a lo largo de marzo, Estados Unidos se ha convertido en la última semana en el epicentro de la epidemia del coronavirus, con cifras de contagio que aumentarán de manera exponencial en los próximos días. Al drama humano y sanitario se suma la incertidumbre sobre las consecuencias sociales, económicas y políticas de un fenómeno que ha demostrado la vulnerabilidad del sistema global.
El COVID-19 ha exacerbado las dudas sobre las estructuras de la gobernanza mundial, ha ilustrado la marcha atrás del multilateralismo, y puesto en evidencia la ausencia de liderazgo norteamericano. Al mismo tiempo, ha agravado la rivalidad entre China y Estados Unidos, así como la fragilidad de la Unión Europea. La batalla de propaganda emprendida por Pekín y Washington marca una nueva etapa en la confrontación entre ambos, así como en el impacto de su choque para el sistema internacional. Es una fase que se prolongará en el terreno económico, especialmente si la economía china se recupera con rapidez, mientras las europeas y la norteamericana permanecen paralizadas por la epidemia.
Pero también a la República Popular le esperan tiempos difíciles. El descontento interno con la gestión de las autoridades resulta tan evidente como el esfuerzo del gobierno por silenciar a las voces críticas. Por otra parte, pese a la hábil promoción diplomática por el presidente Xi Jinping de la “Ruta Sanitaria de la Seda”—a través de la cual proporciona suministros médicos a los países afectados por la neumonía—, el coronavirus ha provocado el parón de numerosos proyectos de la Ruta de la Seda al haberse repatriado a buena parte de los trabajadores chinos. Queda además por llegar la extensión del contagio a no pocos de los países atravesados por la iniciativa, y a Asia meridional y al sureste asiático en su conjunto, regiones donde se pondrá a prueba la resistencia de sus sistemas políticos y económicos.
El caso quizá más preocupante puede ser India, destinada a convertirse en pocos años en la nación más poblada del planeta. Si fuera cierto—los científicos no lo confirman—que las altas temperaturas y la humedad previenen el contagio, y que los jóvenes se ven afectados en menor medida que los mayores de 60 años, podrá evitarse una catástrofe mayor. Pero el caos provocado por el gobierno al ordenar el 24 de marzo el confinamiento de 1.300 millones de personas—anuncio hecho por el primer ministro, Narendra Modi, a las 8 de la tarde para entrar en vigor a medianoche, es decir, sólo cuatro horas más tarde—puede convertirse en causa, por el contrario, de su rápida propagación al haber provocado la inmediata movilización de decenas de millones de indios en búsqueda de una (más que relativa) seguridad, regresando a sus pueblos y aldeas. La debilidad del sistema de salud, la falta de medios de protección, o la práctica imposibilidad del distanciamiento social hacen prever un panorama nada halagüeño. Sea cual sea el crecimiento de su PIB en 2020—algunas estimaciones hablan del uno por cien—, se tratará en cualquier caso de la peor cifra en más de 40 años; un enorme hachazo a sus posibilidades de desarrollo y a sus ambiciones como gran potencia Si a India se suman las consecuencias del contagio en África, que empieza a entrar en la fase pandémica, y en los grandes países latinoamericanos, Brasil en particular, los análisis de prospectiva realizados en los últimos años irán a parar a un cajón. El coronavirus ha acelerado la historia, marcando un nuevo punto de inflexión. Aunque la redistribución de poder internacional seguirá su curso, también se impone con mayor fuerza el imperativo moral—y de seguridad—de gestionar de manera coordinada y global el impacto de este cisne negro que puede arrastrar al mundo menos desarrollado y, con él, a los demás.