Aunque falta aún tiempo y perspectiva para valorar las consecuencias geopolíticas del coronavirus, parece innegable que uno de sus resultados está siendo el agravamiento de la rivalidad entre Estados Unidos y China. Su impacto también resulta visible en el giro producido en el comportamiento de Pekín, que ha acelerado en las últimas semanas la estrategia orientada a expandir su influencia.
La neutralización del estatus semiautónomo de Hong Kong a través de la legislación de seguridad aprobada hace unos días es un ejemplo de dicha política, como lo son asimismo el aumento de la presión sobre Taiwán (y por tanto sobre sus vecinos del noreste asiático, Corea del Sur y Japón); y el anuncio de la realización de ejercicios militares en el mar Amarillo—con los dos portaaviones de que ya dispone su armada—, en unas maniobras que se extenderán en verano al mar de China Meridional. Aunque nada de esto es nuevo, en su conjunto reflejan la voluntad de los líderes chinos de redoblar la presión sobre sus “intereses fundamentales”—es decir, no negociables—y, mediante ellos, avanzar en sus objetivos de cambiar las reglas del juego en Asia. A ello también apunta un nuevo frente: la tensión con India.
Tres años después de la disputa en Doklam, punto de encuentro de las fronteras de ambos gigantes y de Bután, donde la construcción por la República Popular de una carretera provocó dos meses de enfrentamiento, sólo resuelto tras la retirada china, Pekín y Delhi vuelven a colisionar por su conflicto fronterizo, causa de la guerra entre ambos de 1962. Desde finales de abril, las fuerzas armadas chinas habrían movilizado a 5.000 soldados cerca de la “Línea de Control” que delimita el extremo occidental de la frontera entre los dos países, en Ladakh, al norte de Cachemira. India ha respondido mediante un despliegue similar de tropas. Las conversaciones diplomáticas mantenidas entre ambos gobiernos a finales de mayo no han conducido a ningún resultado, ni ninguno de ellos ha aceptado el ofrecimiento de mediación realizado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
La pregunta es inevitable: ¿por qué China hace esto? Y ¿por qué en este momento? Como se mencionó, los movimientos chinos en la frontera con su vecino meridional coinciden con sus intentos por consolidar su posición política y estratégica en el continente asiático. Si ha hecho de Hong Kong un nuevo factor de confrontación con Estados Unidos y Japón, a la vez que aumenta las tensiones con Vietnam, Filipinas y Malasia en el sureste asiático, y recibe las críticas de Europa, Australia y de numerosos países africanos, entre otros, por su gestión de la pandemia, complicar las relaciones con India no parece una política muy acertada. Especialmente después de que, en Doklam, Pekín se sorprendiera de la firmeza con que Delhi defendió sus principios. La razón es que India percibió entonces que lo que estaba en juego no era el control de un territorio menor, sino la batalla por el equilibrio regional. Por la misma razón, el gobierno de Narendra Modi tampoco va a retroceder tres años después, por mucho que China pretenda aprovechar la distracción interna creada por el impacto del coronavirus en India.
El activismo estratégico chino revela la confianza de sus dirigentes en su nuevo poder, pero también refleja una impaciencia por modificar el statu quo que puede convertirse en causa de vulnerabilidad. Rodeado por potencias rivales, cada vez más escépticas de las intenciones de la República Popular, Xi Jinping trata de demostrar que ni la pandemia ni sus efectos económicos han debilitado a China. Pero de Hong Kong a Australia, de Europa a Estados Unidos, de Japón a India, se acumulan los obstáculos a la ambición de convertirse en el hegemón regional y, por tanto, a su objetivo de “rejuvenecimiento nacional”. ¿Cuántos frentes puede Pekín gestionar sin contratiempos?